Se cumplen 70 años del acto más deleznable de la historia de la humanidad: las bombas atómicas lanzadas por Estados Unidos que hicieron desaparecer las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki y que, por su brutalidad, precipitaron la rendición de la isla asiática y el fin de la Segunda Guerra Mundial. El ataque nuclear del 6 de agosto de 1945 provocó 140 mil muertos en Hiroshima y el del 9 de agosto, 70 mil en Nagasaki. Como es de suponer, se sucederán los actos en Japón y en muchos otros lugares del mundo, al tiempo que será propicio revisar la “verdad histórica” sobre esas jornadas de horror y la situación del país hoy, cuando su estancamiento y la creciente conflictividad geopolítica de Asia parece llevar al gobierno de Shinzo Abe a modificar la doctrina pacifista que sucedió a las bombas.
Como la mayoría sabe, la verdad histórica sobre aquellos ataques alude a una suerte de cinismo humanitario: era necesario que Estados Unidos arrasara con esos cientos de miles de vidas para precipitar la rendición de Japón y en general, terminar con una guerra que había costado entre 50 a 70 millones de víctimas. Sin embargo, esta verdad a medias, muy conveniente para borronear la responsabilidad humanitaria de Estados Unidos, es refutada por informes como el del grupo de Estudio de Bombardeo Estratégico de ese país, ungido por el presidente Truman para estudiar los ataques aéreos contra Japón, que concluyó que “sobre la base de una detallada investigación de todos los hechos y con el apoyo del testimonio de los dirigentes japoneses involucrados, el Estudio opina que Japón se habría rendido ciertamente antes del 31 de diciembre de 1945 y con toda probabilidad antes del 1 de noviembre de 1945 incluso si las bombas atómicas no se hubieran lanzado, incluso si Rusia no hubiera entrado a la guerra, e incluso si no se hubiera planificado o contemplado ninguna invasión”.
Estos brutales ataques, cuyo propósito no eran solo terminar con la guerra sino asegurarse la hegemonía mundial posterior, se tradujeron en que Japón fue extraordinariamente dócil a Estados Unidos en las décadas siguientes, con evidencias como la construcción de la base militar de Okinawa y que Washington decidía la política interna de la isla. Uno de sus ejes de aquel sometimiento fue la Constitución de 1947, en la que se prohibía el rearme militar y que se hizo bajo la supervisión, en la redacción, de militares estadounidenses mientras ocupaban territorio nipón. Bajo ese yugo se consagró la doctrina del pacifismo, que convirtió al país en inofensivo exteriormente, luego de su conducta imperialista y genocida durante la primera parte del siglo anterior.
La moneda de cambio para un país que estaba destruido, empobrecido y con el cisma cultural de un emperador que renunció por mensaje radial a su divinidad, fue el apoyo de las potencias de occidente para la lenta y sostenida reconstrucción que lo convirtió en líder regional, proceso que le dio a Japón, junto con Estados Unidos y la Unión Europea, el rol de motor de la economía mundial durante la última década del siglo XX y los primeros años de este siglo. En esos lustros de bonanza se veía en el horizonte lejano, quizás en torno a 2030, la posibilidad de que China disputara esa hegemonía, pero la crisis económica mundial, y en el caso específico de Japón el desastre de Fukushima, catalizaron el cambio.
En efecto, China vino lentamente consolidando su propio proceso de globalización. Un motor importante en ese proceso ha sido la institucionalización de los BRICS, eje de los países emergentes más poblados del planeta (junto a Brasil, Rusia, India y Sudáfrica). Con el más poderoso de ellos –Rusia- viene consolidando intercambios comerciales en sus respectivas monedas, así como la explotación conjunta de reservas y el intercambio de recursos energéticos estratégicos con multimillonarias inversiones. Así, el eje China-Rusia se ha contrapuesto al de Japón-Estados Unidos, asunto que por cierto no debe ser leído solamente en clave económica, sino también geopolítica. En el caso de nuestra región, aquello se expresó nítidamente con la visita que hicieron a América Latina el año pasado, en el contexto de la cumbre de los BRICS en Brasil. Todo fue simétricamente diseñado: Putin vino antes de la cumbre y partió por Cuba; Xi Jinping inició la gira después y se despidió del continente desde La Habana. Para que no quedaran dudas de la coordinación y, además, marcando en el mapa la isla caribeña, el punto más opuesto a la relación que Estados Unidos ha tenido con esta parte del mundo, hasta los asombrosos acontecimientos que se han producido desde diciembre pasado, en buena parte como reacción a la pérdida de influencia en el que era su “patio trasero”.
Estas amenazas a la hegemonía mundial de Estados Unidos y regional de Japón explican que la decisión de remilitarización del gobierno de Shinzo Abe, que han provocado masivas protestas en un pueblo lleno de cicatrices de guerra, cuenten con el apoyo del mismo país que hace siete décadas les obligara a renunciar a su vocación imperial. Abe, un político de derecha y nacionalista que ha tenido varios inconvenientes con sus vecinos por sus referencias políticamente incorrectas a las atrocidades cometidas por Japón antes de la Segunda Guerra Mundial, se siente a sus anchas en el intento por reinterpretar el artículo 9 de la Constitución, que impide al país recurrir al uso de la fuerza en conflictos internacionales.
Si el Senado aprueba definitivamente la nueva Ley, a pesar de que el 73 por ciento de la población está en contra, según una encuesta recientemente publicada, Japón podrá defender y apoyar a Estados Unidos si es objeto de un ataque armado, así como participar en operaciones de seguridad de Naciones Unidas. Este nuevo rol es clave para el mapa de intereses de Washington en una región tan clave para la economía mundial como crecientemente conflictiva.
Así, una vez más, la paz y la guerra cambian según los intereses de las potencias.