La persona que está frente a mí no se parece mucho a la de su primera foto aceptada en el sitio de fotografía erótica SuicideGirl. Sara, como decidió llamarse para esta entrevista, se desnudó hace un año en una azotea y, en la foto que menciono, aparece con los brazos pegados a las rodillas, los pezones apenas cubiertos y los labios rojos que resaltan sobre su piel blanca y el fondo color pastel. Hay una piscina, además, ella está sentada sobre el borde y sus piernas no alcanzan a tocar el agua.
“Sara” no lo eligió ella realmente, lo hizo su fotógrafa personal, que cruza los brazos, recuesta su espalda sobre la silla de un café junto a la plaza Baquedano y no oculta su nombre. Stephania será como su guardia o su respaldo en la siguiente hora. Sara, en cambio, pone los brazos sobre la mesa y responde encorvada. Ninguna pasa de los 23 años.
Hay casi 200 adolescentes que postulan semanalmente a SuicideGirl y solo un par son aceptadas. Pero Sara, antes de la piscina y de su primer set de fotos de casi cien, se desnudó frente a un fotógrafo que identifica como Matías Saavedra y que no esperó mucho para decirle: “Tienes los pezones caídos, ¿te los toco para que se paren?”. Era una sorpresa para su novio.
Stephania Aguirre, su amiga de adolescencia y fotógrafa de profesión, le propuso recuperar la confianza y decidieron hacer las fotos de la azotea, “pero con ropa”, aclara ahora. Para volver a desnudarse allí mismo y postular a SuicideGirl pasó un mes y, claro, también rompió con su novio. La fotógrafa interviene:
“El 2017 fue un boom por las chicas que postularon, habían incluso fotógrafas exclusivas para eso y hacían giras por ciudades. Nunca les faltaba trabajo”, sostiene. “No sé cuán segura estabas de postular”, le increpa a Sara con su voz agudísima.
No pasó mucho para que fuera aceptada, dice ella, y se convirtió en una “hopeful”, una categoría en el submundo SuicideGirl a la espera de pegarle al gordo, es decir, que alguien apueste por comprar el pack o el set entero y convertirse en una diva que, parafraseando a Bud Bunny, “sabe lo que vale y es cara”.
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Pero esa no era la única forma de caber en esa definición y Sara, escondida ya bajo el perfil de Instagram “Tapita Jones”-en honor a su perra y a la serie animada Juanito Jones- lo descubrió allí mismo. Pero no vaya al Instagram, todavía, ni intente seguirla. Sara filtra seguidores por fotografías, amigos en común, nombres reales, actividad constante. Sobre todo después de la primera venta que concretó y supo que continuaría. 40 mil pesos, solo fotografías de pie: se las tomó con su celular y Stephania las edito todas. Se convirtieron en un equipo desde ese entonces, y compartían las ganancias junto con una maquilladora a la que llaman Haru.
“¿Qué sentías cuando empezaron a pagarte para ver tu cuerpo?”, intento preguntarle, pero ella se adelanta y dice que lo único que pensaba era en que podría hacer las cosas que más quería. Amigas, compras, dinero. Pero el golpe monetario vendría en forma de un tipo de no más un metro sesenta, profesor de lenguaje en una escuela de región y “gordito”, describe Sara.
Ella lo explica así: “Un sugar daddy es una persona mayor de edad que te paga una mensualidad por tu compañía. No tiene que ser necesariamente sexual, los términos se ponen con la sugar baby”.
Stephania la interrumpe: “es lo que está de moda este año”.
Para concretar los 200 mil pesos que le ofrecieron, Sara tuvo que atreverse a cruzar la barrera de conocer a sus clientes y, para esa vez, la primera, recuerda haber tenido todo monitoreado: el GPS, la ubicación compartida, el gas pimienta en la mochila, un amigo que pasaba el metro noventa la acompañó hasta La Moneda.
¿Quiénes son los sugar daddy?, ¿qué se nos viene a la mente cuando escuchamos esta palabra que parece oler?
“Son personas tímidas. Solo buscan contacto con alguien”, interviene Stephania.
Cualquiera podría ser un sugar daddy, me queda claro, cualquiera podría dejarse abrazar por Sara en la madrugada, recibir mensajes con emojis románticos y dejarse embobar por sus senos, su trasero gigante y sus ojos sacados de un anime. Pero siempre llega el fin de mes, y te escupe en la cara cuando pierdes el trabajo. O por lo menos eso le pasó al suyo.
El sexo no pasó, dice Sara, pero repite que no habría nada de malo. Lo mismo le dijo a su familia, por ejemplo, cuando una tía suya dio con su Instagram y le increpó por las fotografías. “¿Te prostituyes?”, le dijeron. “Yo soy una trabajadora sexual virtual”, me dice ahora, pero negarlo estuvo bien porque piensa que le arruinaría el trabajo de gerencia a su padre, que nadie incluso la contrataría a ella, que en el mundo de ingenieros -su carrera oficial- tampoco la respetarían y se le escapa la palabra “autoestima”.
“¿Sientes que te ha ayudado en eso?”, le pregunto.
“Es que yo era súper piolita en la adolescencia. Ahora es el momento peak de mi vida”.
Sara aparenta estar segura, pero aún le quedan otras dudas y continúa.
“Hay una segregación en el feminismo sobre esto, ramificaciones donde es complicado llevar el trabajo sexual de cualquier tipo, Hay un grupo que está a favor, pero otro que habla de cómo cosifica a la mujer, pero también una es dueña del cuerpo”.
La fotógrafa lo corrobora: “Es algo súper personal sentir que eso le está empoderando o si se siente más segura sacando fotos sin ropa”.
Sara Jones actualmente tiene pareja y dice que, incluso, le ha ayudado a grabar los vídeos que también vende en redes sociales. Las fotografías, afirma, las suele vender en un mínimo de mil pesos, pero por la compra de diez de ellas y todas llevan el nombre del que las pide en marca de agua. Es un mecanismo que adoptó desde que encontró su nombre rondando en la web de Nido, pero nadie respondió nada en ese hilo, no así con 147 chicas en todo el país, según la Policía de Investigaciones.
“Te pedí que me trajeras cosas que pudieran identificarte, ¿qué me trajiste?”, le pregunto.
Los libros que pone sobre la mesa se notan caros y de cuché. Hablan de historias de mujeres destacadas en la historia chilena y mundial. Entonces, deseo preguntarle hasta dónde piensa llegar con esto o si es que pretende hacer historia, y Stephanie interviene:
“Tú me dijiste que ibas a estar en esto hasta que empieces a trabajar”, le dice.
Sara piensa y responde que solo lo dejaría por un trabajo en lo que estudia ahora y que no tendría problemas, incluso, en contarle a sus hijos a lo que se dedicó alguna vez. También guarda los libros para ella, dice, piensa más en una niña. Más adelante quizás aparezcan putas en esos libros, así lo cree Sara. “¿Se puede decir “putas”, verdad?”, pregunta. De los riesgos, es el más fácil que tomará.