Juegos juveniles

  • 19-04-2010

El chico Gaete, flaco y desgarbado, tomaba su tirito – la bolita regalona de un jugador, concienzudamente erosionada – entre el dedo del medio y el pulgar de su mano derecha. Extendía el brazo con elegancia frente a sus ojos flexionando el codo levemente cual mudo paso de ballet juvenil e impulsaba la bolita leve pero firmemente sobre la horizontal; la pequeña esfera salía volando hacia delante pero girando hacia atrás sobre su propio eje para caer sin rebotar a pocos centímetros de la mía. Aún antes de que su pequeña mano midiese la distancia entre las puntas de los dedos meñique y pulgar yo sabía que había hecho cuarta y que había perdido una más de mis bolitas. Lo peor ocurría cuando el chico apuntaba con su tirito directo a la mía, pues eso significaba que haría una hachita, golpeando fuerte mi bolita y haciéndome pagar dos o tres por ser una jugada más difícil. Yo era de los malos, haciendo rodar mi esfera a ras de piso y acudiendo a trucos vulgares como el “rehue”, que legitimaba el retorno de la bolita luego de subir las pequeñas pendientes del terreno. Y tenía que seguir jugando hasta perderlas todas porque normalmente aplicábamos la regla del “amallao paga todo”, que significaba entregar todas las bolitas si uno se retiraba. Las perdía igual, pero al menos jugaba un buen rato hasta que se terminaba el recreo. Sólo una vez debí retirarme cuando se hizo tarde después de clases y llegué atrasado a la casa de mi primera polola para besarnos un rato tras la puerta de entrada, pero esa es otra historia.

La hachita y cuarta era un juego netamente masculino, a diferencia de la troya (pegar a alguna de las bolitas dispuestas en un círculo) y la ratonera (apuntarle a alguno de los agujeros de una caja de zapatos invertida) donde las niñas solían participar, hincándose para deleite de quienes estaban frente a ellas. También era un juego de machos las pichangas en la calle, pero tenían como alternativa el alto y las naciones. El alto tenía su estrategia, pues el jugador de turno debía lanzar una pelota verticalmente al aire diciendo el nombre de algún otro jugador, quien debía tomarla mientras los demás arrancaban en diversas direcciones; si la pelota tocaba el suelo al caer, el interpelado la tomaba y gritaba “alto”, lo que obligaba a los demás a detenerse y ser potencial objeto de una “quemada”. Si quien era nombrado lograba tomar la pelota antes de que esta tocara el suelo, la volvía a lanzar gritando otro nombre; en esos casos, con todos dispersos y alejados, un astuto lanzamiento débil era mortal para el nuevo interpelado, quien quedaba lejos de los demás al volver a recoger la bola.

El primer juego colectivo mixto que recuerdo es la escondida, llena de reglas precisas que se han transmitido en forma oral. Se trataba de un buscador que debía encontrar al resto de los jugadores que se ocultaban mientras él o ella contaba de uno a un número predeterminado con los ojos cubiertos. “Salí”, gritaba al comenzar la búsqueda, volviendo al lugar del conteo cada vez que descubría a alguien para vencerlo o encarcelarlo diciendo “un, dos, tres por fulanito”. Pero cualquiera de los ocultos podía salvarse llegando primero al lugar para gritar “un, dos, tres por mi”. Lo mejor – y sorprendentemente solidario – ocurría si tal cosa lo hacía el último de los buscados pues, mediante el expediente de agregar “… y por todos mis compañeros”, libraba a todo el mundo de su prisión. Recuerdo que solían ocurrir falsas acusaciones del buscador al confundir a uno de los buscados por otro o al creer que estaba en un lugar que no era, caso en el cual el falsamente denunciado gritaba “creo falso” y el buscador perdía.

Pero nada se comparaba al juego favorito de los once años en adelante: la pieza oscura. Usualmente se jugaba dentro de las casas y era una suerte de escondida más simple pero a oscuras, lo que obligaba a tocar a los demás para reconocerlos. El uso del tacto aumentaba – literalmente – lo excitante del juego, que podía prolongarse mucho tiempo e incluso hacer olvidar el objetivo central a quienes lo jugábamos. En los tiempos que corren la pieza oscura puede ser utilizada como relajante muscular incluso para esos mayorcitos que buscan el Bello Sino.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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