La última vez que crucé a Antonio Tabucchi fue hace un par de años en un almacén del Barrio Latino de París. Lo observé varios minutos a través de la vitrina ensayándose camisas.
Era muy curioso, porque lo que más recordaba de la entrevista que le había hecho en su apartamento de Lisboa diez años atrás era precisamente la metáfora que había utilizado para hablar de la importancia de la duda:
“Me gustan las camisas con manchas porque cuando me dan una camisa limpia, demasiado blanca, la primera cosa que me viene a la cabeza es una duda. La función del intelectual y del artista es dudar de la perfección. En la perfección creen los teólogos, los dictadores y, sobre todo, el pensamiento totalitario”.
En un español con acento a la vez italiano y portugués, pero con un buen manejo del idioma, nos explicó que la función del artista no era apaciguar, sino “desasosegar”. El intelectual, agrega, debe “dudar de una doctrina religiosa fundamentalista, de un sistema político impuesto, de una estética perfecta”.
Tabucchi reconocía que quienes practican la duda sistemática son personas atormentadas y contradictorias que se cansan más, pero que también son más “vitales”. Y para disipar cualquier ambigüedad sobre los valores que consideraba importantes en la vida, agregaba que prefería el “insomnio” a la “anestesia”.
En otros términos, mejor la incómoda intranquilidad del que no logra conciliar el sueño a la paz artificial del anestesiado.