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Micropolítica del cambio

Columna de opinión por Antonia García C.
Sábado 24 de noviembre 2012 16:21 hrs.


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Hace algunas semanas, poco antes de que los bombardeos en Gaza ocuparan un lugar relevante en los medios, las redes sociales y los intercambios diarios de importantes sectores de la población, sucedió acá y allá, un poco en todos lados, un hecho marginal llamado Halloween.

Su festejo o celebración es bastante reciente en nuestros países y sería interesante constatar en detalle cómo se logra exportar este tipo de tradiciones tan arraigadas en ciertas –otras– regiones. A grandes rasgos, lo sabemos. Nadie puede ignorar totalmente las modalidades que asume el colonialismo en el siglo XXI. En especial porque, según como se mire, no son tan diferentes a las de otros siglos. A tono con el desfile de calaveras, monstruos y murciélagos que suelen tocar el timbre en Noche de Brujas, la figura de Drácula me vuelve a la memoria.

En la novela de Bram Stoker –y las diversas adaptaciones cinematográficas lo han subrayado– una de las características del personaje es que no puede introducirse en casa ajena sin haber sido invitado. En toda circunstancia, Drácula es un gentleman: se anuncia, golpea, aletea, espera. Sin una mano que intervenga desde el interior –casa, recinto, manicomio– Drácula no podría realizar su objetivo. Es así como las futuras víctimas abren la puerta a quien ha venido a chuparles la sangre. ¿Qué tan voluntariamente lo hacen? Habría que releer la novela. Ocurre que Drácula tiene cierto poder de hipnosis. Fascina a sus víctimas.

Algo parecido ocurre con Halloween. Con Halloween… y con un sinfín de fiestas, celebraciones, costumbres, gestos y, tras ellos, modos de vida, que se han ido expandiendo por el mundo, no precisamente como inmigrantes pobres sino con gran despliegue de medios: no sólo fueron impuestos, alguien les abrió la puerta.

Ese alguien es multitud. Y entre esa multitud hay un sector especialmente problemático. El sector que condena y deja hacer. No me refiero a la gente que disfruta con estas fiestas y para la cual no es un problema que la fiesta venga de donde viene. Por el contrario, en este caso preciso, sería una ventaja. La marca de una promoción social o de una distinción: porque ahora somos como ellos, porque ahora nosotros también festejamos Halloween. Al otro extremo del espectro, se ubican los aguafiestas, los austeros, los que, si pudieran, mandarían a guillotinar al mismísimo Viejito Pascuero –o Papá Noel– en su calidad de infiltrado de Coca-Cola. En algún punto intermedio se sitúan las personas que saben que Halloween es una de las tantas expresiones de un tipo de dominación que, a estas alturas, es lo único que no se disfraza. Saben a qué atenerse, no se sienten –ni son– ingenuos, no adhieren a la fiesta, no aplauden… pero compran… Sombreros de bruja, telas de araña, etc. Y cuando uno quiere saber por qué, la respuesta suele ser: “Porque se ponen tan contentos”. O sea, los niños.

La explotación de la infancia con fines económicos y/o políticos también es antigua y tiene muchas facetas. En el siglo XXI se ha instalado en los hogares de la manera más insidiosa: bajo el velo del cuidado, casi como sinónimo de entrega y amor, de atención. “Es que se ponen tan contentos”. Cómo negarles la calabaza, el placer de ir a golpear a la puerta de los vecinos, los caramelos. Cómo negarles los juguetitos, tan simpáticos esos, tan llamativos, que ofrece gentilmente Mc Donald’s. Cómo negarles tal o cual personaje, promovido por la última serie o la última película de moda. O la entrada –en el caso de los más grandes– a ese concierto que cuesta una fortuna.

Como bien lo señalan quienes estudian específicamente estos temas, los niños pueden llegar a ser consumidores compulsivos, capaces de influenciar decisiones de compra en mayor o menor grado según los hogares. Pero lo que quisiera enfatizar es el chantaje emocional que esto supone en el sector mencionado y que se hace patente en la actitud que consiste en decir “no tolero, discrepo, pero cedo porque amo”.

Ocurre que esto sucede en los 40, 50, 100 metros cuadrados donde vivimos. Precisamente en ese espacio en el que, supuestamente, somos libres de hacer y de no hacer. De pintar las paredes de blanco, de rojo o de naranjo; de plantar rosas o magnolias; de elegir los detalles del decorado en el que transcurren nuestras vidas. El hogar, dónde se establecen ciertas normas y costumbres de convivencia, y donde cada familia va determinando sus valores.

Por supuesto, ningún hogar puede asemejarse a una isla. Sobre todo desde que se instaló una televisión donde antes sólo había una mesa. Pero sabemos que más allá de los ataques publicitarios que la televisión permite, la relación exterior-interior –tal como se define en una casa– se conjuga hoy de manera todavía más compleja, en parte debido a la introducción de las nuevas tecnologías.

Precisamente, en un encuentro sobre ciudadanía digital que tuvo lugar en Buenos Aires hace poco, se dio una discusión sobre estos temas. Uno de los ejes estuvo dado por los desafíos que implica el uso de las computadoras en ámbitos escolares, encarando lo que sería una buena convivencia en el espacio virtual. Se discutió en especial el uso de las redes sociales por parte de los adolescentes ya que el Ministerio de Educación argentino recomienda que no se utilice Facebook antes de los 13 años. Al referirse a este tema, una docente explicaba que si bien existe esta recomendación, “en casa, son los padres los que deciden” y que la gran cuestión era cómo enfrentar un nuevo tipo de diferencias: “¡y por qué Juanita tiene Facebook y yo no!” Para graficar lo que podría ser una herramienta para padres empecinados en respetar la normativa del Ministerio, la docente recurrió a una anécdota personal:

“Esto pasó hace tiempo, mi hijo tendría unos 5 o 6 años… ahora tiene veinte… Un día me estaba pintando en el baño y él me miraba atentamente. De pronto me dijo: mamá, qué linda te ves, yo también me quiero pintar… ¿Qué le digo?… Lo pensé un rato. Me puse el rouge. Y cuando terminé le dije: sabes hijo, todas las familias son diferentes. En esta familia, los varones no se pintan”

En nuestra familia, los varones no se pintan… O sea, en nuestra familia, los niños no tienen Facebook… Y por qué no… En nuestra familia, no festejamos Halloween… No vamos a Mc Donald’s… No.

Resulta interesante a la hora de encarar la política con mayúscula, especialmente el tema de las conductas de quienes se dedican a la misma en tanto profesionales, examinar la cuestión desde las pequeñas escalas. La actitud o la conducta que cada cual puede asumir en territorios políticos más limitados: entre ellos, la casa. La propia incapacidad o capacidad de ruptura. La propia aptitud o inaptitud para el cambio. Acá también hay una encrucijada y es la siguiente. ¿De qué sirve esperar de terceros algo que uno no practica? Pero también, si lo que preocupa es la posibilidad de promover otras actitudes, otras maneras de hacer y pensar, ¿se puede dejar de lado a los niños? ¿No advertir que ellos también son sujetos políticos, particularmente vulnerables a los ataques de monstruos descarados y prácticamente desprovistos de defensas propias?

Más allá de esta cuestión infantil, quizás no sea vano tratar de cambiar momentáneamente de foco, examinando las múltiples maneras en que lo más pequeño es atravesado por las grandes decisiones que otros toman en otros lados. Pero, sobre todo, examinando los límites de la propia soberanía (que es lo que interesa y no Halloween…).

Ciertos días en que la impotencia acecha frente a toda clase de bombardeos, resulta urgente identificar los mínimos espacios donde todos y cada uno podemos algo. ¿Existen esos espacios? ¿Son mínimos? ¿Qué tan mínimos?

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.