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Músicas desamparadas

Columna de opinión por Antonia García C.
Viernes 20 de junio 2014 8:50 hrs.


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En estos días, como casi todos los días, volvió a plantearse acá la cuestión de la educación musical. Acá es Buenos Aires, pero tiene que ver con allá, Santiago de Chile, y el largo camino que ha llevado a debatir públicamente sobre la necesidad –o no– de asegurar un mínimo de música nacional. Sé que el debate chileno tiene múltiples facetas pero no logro apartar los ojos de la cifra: 20%. En otros países es 50%. Da igual. Como tuvo la amabilidad de aclararme un destacado músico argentino, da igual porque el tema cuando hay una ley que va en ese sentido, el de la protección de cierto tipo de música, es su aplicación. Y la buena fe que se pone o no se pone en estos asuntos. Perfectamente puede pasar que se aplique en apariencia la ley y que se difunda el porcentaje acordado en un horario de pésima audiencia. Con lo cual quedamos en las mismas.

Por mi parte no estoy segura y es más, dudo seriamente, de que haya que proteger la música nacional porque es nacional. No creo que la palabra nacional tenga en sí el valor de decirnos de qué música estamos hablando ni el porqué de su necesaria defensa frente a otras músicas que se estarían robando los espacios. Antes de considerar el robo o la cuestión de la usurpación de los espacios de difusión –o junto con eso, si se quiere– me parece que importa replantear y volver a replantear todas las veces que sea necesario la cuestión de lo que valoramos y porqué. Y, claro, es ahí dónde empiezan los problemas porque lo que “yo” valoro y lo que “tú” valoras y lo que “él” etc. no tiene porqué coincidir.

Y sin embargo hay que intentarlo (no necesariamente coincidir pero sí debatir). En estos días, modestamente, lo intenté. Digo modestamente porque fue en un escenario chiquito. Hay muchas maneras de poner a prueba los argumentos que uno intenta desarrollar. Una de ellas es hablando con niños. Porque un niño solo ya es cosa seria. Pero varios niños juntos equivalen al más temido de los jurados de tesis. Me encontraba hoy en mi casa, dando un taller de literatura para un grupo de chicas de tercero básico, cuando de pronto la conversación volcó sobre un tema musical. Una de las niñas quiso saber porqué había sacado a mi hija de la escuela de música (escuela municipal a la que concurren muchos niños del barrio). Le expliqué que era porque en esa escuela enseñaban un tipo de música, en realidad varios tipos de música, pero que justo no enseñaban las músicas que a nuestra familia más le importaban. Y que por lo mismo íbamos a buscar otra manera de aprender esa parte. Las niñas manejaban perfectamente bien la idea de que existe una diversidad musical y no fue un problema abordar la idea de una preferencia. Más avanzada la tarde, mi hija retomó el tema.

–¿Pero por qué algunas músicas sí y otras no tanto?

¿Podía servir la palabra “nacional”? Me pareció que no. A ella le gusta Jacques Brel y no toleraría que se lo cambiaran por XXX bajo pretexto que hay una ley que dice que hay que poner tanta música argentina. Le gusta Brel y muchas otras músicas, de distintos países, también argentinas, chilenas, bolivianas. Músicas de distintos géneros, incluyendo los “éxitos” musicales de películas infantiles que han estado últimamente de moda y otras aún de dudosa moral.

–¿Pero por qué algunas músicas sí y otras no tanto?

Por eso… porque algunas están en todas partes, hasta en los supermercados y otras no. Esas músicas, tan difundidas, no hace falta que nadie las defienda. Se defienden solas (no tan solas…). En todo caso no es necesario, para que sigan existiendo, que una familia tome la decisión de escucharlas en su propio hogar con la soberanía que ejerce todos los días un/a amo/a de casa. Más bien la decisión sería “cómo hacer para no escucharlas a cada rato”. En cambio otras músicas, hay que ir a buscarlas. Esas otras músicas, que nos importan, hay que ir a buscarlas.

–Pero, ¿por qué nos importan?

Bueno, primero, porque nos gustan, como familia, tenemos algo que ver. Nos ponemos contentos cuando las escuchamos o nos ponemos tristes pero de una manera que es casi como estar contentos. Pero también porque esas músicas, que no están tanto en las radios, que no están tanto en la TV, que no están para nada en los supermercardos (en Argentina la situación tiene varios matices porque existe una nueva ley de medios y también un Canal Cultural –Encuentro– que es una gloria, y un canal educativo para chicos –Paka Paka– que de vez en cuando la pifia pero lo queremos por sus aciertos y así y todo… la contienda sigue siendo desigual), esas músicas entonces… están hechas por personas, no por industrias. No son productos. Son obras. Están hechas a mano. Igualito a como se toca un instrumento. A mano. Sin intermediarios. El artista y su música.

Y así hablando, improvisando, tratando de no equivocar las palabras, me acordé de algunos músicos que siempre nombro pero ahora me voy a abstener. Y pensando en esos músicos, a los que he visto trabajar en las buenas y en las malas, la palabra se me vino clarita: desamparadas.

Hay músicas desamparadas. Músicas sin domicilio fijo, músicas sin techo. Músicas que son como esos próceres que después de haber batallado durante una vida en pos de las mejores causas murieron en un país lejano llamado olvido. Músicas a las que les debemos –no sé exactamente en qué parte– algo de lo que somos y –como dice el tango– algo de “lo que soñamos ser”. Músicas que no van a tener otro lugar donde alojarse como no sea el que podemos darles en nuestro corazón. Músicas que en mi no modesta opinión: se merecen. Se merecen que uno las ampare y no se quede de brazos cruzados esperando que la aplanadora les pase y nos pase por encima. Porque es cierto que la contienda es desigual. Pero no entre la música nacional y la que es extranjera. Sino entre la música que es mero producto al servicio de un sistema mundial fundado en la ignominia, la mediocridad y la estupidez, y la música que es obra –venga de donde venga y sea de la época que sea–, la música cuya primera finalidad no es vender sino compartir, entregar.

¿Y qué venden esos vendedores de música? Gustos. Maneras de ser, de moverse, de cantar, de bailar, de relacionarse, etc. ¿Y qué aportan esas músicas que sin ayuda quedarán desamparadas? Un modo de ver, de sentir, de comprender. Pero también maneras de ser, de moverse, de cantar, de bailar, etc. ¿Y entonces cuál es la diferencia? El sueño que tuvo el que se acostó la noche antes de hacer una canción.

(A todo esto, la conversación fue en términos apenas diferentes pero el argumento del corazón llegó porque la niña dijo con cierta vehemencia: “¡Ya están en mi corazón!”. Con lo cual dimos por terminada la discusión pero no la reflexión).

Existe en Buenos Aires, en Avellaneda, una importante universidad abocada a la música popular donde es posible que jóvenes músicos puedan seguir una carrera cuyo eje central es el folclore y el tango. También existen en Buenos Aires escuelas públicas que albergan conservatorios que forman a la música clásica y a otros géneros pero con poca presencia, la mayoría de las veces, de los clásicos de la cultura popular. ¿Por qué? Pero sobre todo, ¿hasta cuando? Uno podría decir: qué bueno sería retomar la idea de la Universidad de Avellaneda para crear conservatorios de música popular para los más chiquitos. Pero en realidad es mucho más fácil, bastaría con no segregar la música popular, con integrarla, con ofrecerle el lugar que se merece en las distintas instancias de formación del oído y del gusto musical. Junto a las otras músicas, las otras obras. Todas ellas unidas.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.