Llega a ser estresante, pero resulta aleccionador. En los últimos años hemos sido testigos de cómo la institucionalidad del sistema que rige a buena parte del mundo va cayendo por la larga escalinata de imposiciones que él mismo construyó. En Chile, el proceso se ha acelerado en meses recientes y resulta patético escuchar a dirigentes políticos que tratan de evitar el advenimiento de una realidad que ya parece inminente. Sin duda, el problema es valórico. Y sería muy conveniente que así lo entendieran los referentes de la sociedad. Si no lo hacen, el cambio necesario será más doloroso y provocará pérdidas que hoy ni siquiera se podrían dimensionar.
Las últimas guindas de la torta han sido el caso Penta -con su velita de Soquimich- y la irrupción del hijo de la presidenta Bachelet, Sebastián Dávalos, en un negocio que pareciera unir manejo de información privilegiada, aprovechamiento de su cercanía al poder político con corrupción a distintos niveles. Todo esto está por probarse en instituciones que, pese a lo aseverado majaderamente por el ex presidente Ricardo Lagos y sus sucesores, no funcionan. O no, al menos, como debieran hacerlo para asegurar que todos los chilenos somos iguales, por ejemplo, ante la ley.
Pero esta torta tiene ingredientes variados. El ex presidente Sebastián Piñera fue condenado por utilizar información privilegiada en un negocio millonario en dólares y, porque pagó US$ 300 mil, no fue impedido de ocupar la Primera Magistratura de la Nación. ¿Cómo se paga el daño a la imagen que los ciudadanos pueden tener de sus dirigentes? Y después se quejan de que los potenciales electores no se interesan por emitir su voto. La colusión de las farmacias es un ingrediente más. Como lo es que los representantes populares -senadores y diputados- perciban por sus servicios 40 veces el sueldo mínimo que ellos mismos deben aprobar para todos los chilenos y éstos no pueden decir nada respecto a sus emolumentos, materia en que son autónomos, al igual que los jueces. Evidentemente, la torta puede parecer apetitosa, pero está mal repartida.
¿Y puede extrañar que si esto ocurre donde el Estado debiera poner orden, en las restantes relaciones impere mayor inequidad? El resultado que hoy visualizamos es lamentable. Como los llamados del presidente del Partido Socialista, diputado Osvaldo Andrade, a tratar estos temas con altura de miras, porque si no “los humoristas del próximo Festival de Viña serán los políticos y nadie se reirá”. Está equivocado, hoy ya son materia de chistes crueles y la gente se ríe, porque también lo despreciable mueve a burla.
Pero lo malsano del sistema no está solo en la escasa visión de los dirigentes. Tampoco en su alcance limitado para empatizar con la gente. En días recientes hemos sido testigos de la desazón -y seguramente el dolor- que le producía a la presidenta abordar el tema de Caval y de su hijo. Y no debe haber sido nada más que por su condición de madre, sino que ponía en duda lo que le ha generado su arrolladora popularidad: la empatía con la gente.
En el lodazal en que se ha transformado el sistema de libre mercado en que vivimos, todo está salpicado por el barro. Otros dirigentes políticos de la misma coalición gubernamental que Andrade, han sacado la voz de manera directa o embozada. Las redes sociales están inundadas de chistes en que se pone en duda la no participación de Bachelet en el negocio inmobiliario de su hijo. El origen de tales burlas es diverso, pero muchas provienen de la creatividad democratacristiana. En una de ellas aparecen los ex presidente Frei y Aylwin junto al Intendente de Santiago, Claudio Orrego. Los tres DC ríen a mandíbula batiente del comentario de Frei: “Y dice que no sabía nada”.
Parece claro que las alianzas no pueden tener ese grado de fisuras. El logro del poder no debiera justificar la unión de lo que ideológicamente resulta repelente. Sin embargo, hoy vivimos esa realidad en que el poder lo justifica todo. Por eso, las reformas que se necesitan son frenadas en la misma cuna donde debieran nacer. Y lo que sale de allí son engendros que no resuelven problemas de fondo y crispan la epidermis social.
El sistema capitalista parece haber llegado a su tramo final. La democracia ha sido bastardeada por los mismos que pretenden propagarla por todo el mundo. La sumisión de la política a la economía ha generado una competencia desenfrenada, que es necesaria para el crecimiento económico constante. Y eso es imposible, pese a lo que digan los conservadores. Uno de los voceros de ese pensamiento, Andrés Oppenheimer, columnista habitual de El Mercurio, critica a los presidentes de Venezuela, Argentina, Uruguay, Ecuador, Nicaragua y Bolivia, por anunciar constantemente el fin del capitalismo. Para él, el sistema sigue dando pruebas de muy buena salud, pese a que hace 60 años ya Fidel Castro vaticinó su muerte inminente. Su receta es que los líderes latinoamericanos debieran seguir los ejemplos de China, Corea del Sur, India, Vietnam. O fijarse en empresas tales como Apple, cuyo valor es de US$ 710.000 millones, lo que representa siete veces más que toda la economía del Ecuador. ¿Bastará decirle a un conservador que las empresas no son como los países?
Puede que para muchos la realidad que se vive no es responsabilidad del sistema, sino de aquellos que lo manejan. Resulta evidente que el poder no es lo que envilece a las personas, sólo revela quienes son, como dice el ex presidente uruguayo José Mujica.