En 1745 el Rey de Prusia Federico II, mandó a construir una residencia privada en las afueras de Berlín para poder usarla como lugar de descanso. Rodeado de jardines, fuentes de agua y paseos adornados por esculturas, el palacio de estilo rococó se convirtió en el refugio favorito de quién era conocido como Federico el Grande.
Fiel al predominio cultural y político de Francia en esa época, Federico le puso un nombre francés a su palacio: Sanssouci. La traducción es algo así como “sin preocupaciones” o “no hay problema”. Y fue en ese lugar, durmiendo tranquilamente en su mecedora, donde el último monarca absolutista prusiano murió en agosto de 1786.
Federico el Grande falleció sin preocupaciones. Las monarquías y linajes aristocráticos del llamado absolutismo ilustrado reinaban tranquilamente en Europa. O eso creían a fines del siglo 18. Porque debajo de ese mundo de pelucas, caras empolvadas y tertulias filosóficas, la sociedad estaba hirviendo, estaba a punto de explotar. Federico no alcanzó a vivirlo. Pero menos de tres años después de su muerte, en julio de 1789, estalló en la propia Francia una revolución que sería el inicio del fin del dominio de la aristocracia y el comienzo de una nueva era de relaciones políticas. Sólo que ni Federico en Berlín ni Luis XVI en París vieron venir esta avalancha del pueblo y de la también entonces vilipendiada burguesía.
¿Por qué hablar de Prusia y la Revolución Francesa a más de dos siglos de distancia? Porque de alguna manera, en nuestro mundo actual, pero sobre todo en Chile, está sucediendo algo similar.
La elite dirigente chilena parece estar veraneando, hace ya un cuarto de siglo, en el palacio Sanssouci. Los empresarios y los políticos del duopolio binominal actúan como la aristocracia europea antes de 1789. Sí, se dan cuenta que las cosas están cambiando, que la sociedad demanda cambios, pero algunos (como la Nueva Mayoría) creen que ello se arreglará con concesiones políticas menores, mientras que otros (como la derecha) no quieren conceder nada.
Federico II también hizo reformas, creando, por ejemplo, un sistema tributario más equitativo y modernizando el Estado. Luis XVI, en cambio, estaba tan desconectado de su entorno social que el 14 de julio de 1789 escribió una sola palabra en su diario de vida: “rien”. Esa palabra francesa significa “nada”; o sea, para el rey nada importante había pasado ese día en que el pueblo se tomó por asalto la Bastilla. Federico murió tranquilo, antes de que Europa estallara. Luis murió decapitado en 1793.
Entonces, guardando las proporciones, veamos quién es quién en el Chile actual. Un Eliodoro Matte es como Luis XVI. No tiene ni la más remota idea de que todo a su alrededor se está derrumbando. Tal como el rey francés que discurseaba frente a su corte adepta mientras la gente acumulaba rabia, Matte se permitió hace unas semanas aleccionar a la Presidenta Bachelet en una reunión privada realizada en el CEP para hablar de “restablecer confianzas” entre el empresariado y La Moneda. Y lo hizo cuando, como dueño de la Papelera, ya sabía de la enorme colusión en la que había estado involucrada su empresa durante más de una década, estafando a todos los chilenos –ricos y pobres- en su diaria actividad de evacuar el estómago.
Los partidos políticos también son nuestros Luis XVI de hoy. Parece que no se han dado cuenta que en las encuestas están entre las instituciones peor evaluadas del país. En el marco de la nueva ley de partidos que se está discutiendo, la comisión de Constitución de la Cámara de Diputados aprobó hace menos de una semana las llamadas “órdenes de partido”. El ministro Nicolás Eyzaguirre –otro representante de esta lógica del rey Luis de no querer ver lo que está pasando– dijo que con ello se buscaba “evitar que, de repente, porque algo sea anti-popular, alguno quiera desistir de apoyar esa posición”. O como dijo el diputado socialista Leonardo Soto: “No se mantuvo la posibilidad de que puedan haber objeciones de conciencia a esa orden de partido (…) es un tema de lógica pura y de coherencia: si uno no está de acuerdo con los principios y programas, no debiera pertenecer al partido”.
En otras palabras, se trata del ancien regime operando para mantener sus privilegios.
Chile está lleno de Luises como el ex presidente de RN Carlos Larraín; el columnista de El Mercurio Gonzalo Rojas, que más parece asesor de Luis XIV, el Rey Sol; el ministro de Hacienda Rodrigo Valdés, que sigue vendiendo la idea del “régimen antiguo” que la macroeconomía es la ciencia de la vida; la ministra de Justicia Javiera Blanco, que ignoró y ninguneó durante semanas a los funcionarios en huelga del Registro Civil, cuán fueran sublevados que buscan la caída de la monarquía; los prelados de la Iglesia Católica, que –con unas pocas notables excepciones durante nuestra historia– siempre se oponen a cualquier cosa que huela a modernidad; ahí están también muchos de los capitanes de las corporaciones criollas, sobre todo las financieras, que tiemblan ante la posibilidad de que el negocio redondo de las Isapres o las AFP termine por empobrecerlos en algunos millones de dólares. Y así suma y sigue.
Los Luises son una especialidad de la historia de Chile. Al recordar cómo era este país en torno al centenario de 1910, el historiador Sergio Villalobos lo retrataba así: “El sector alto se encerraba en su ambiente perfumado y hermoso, sin querer saber nada de un mundo que cambiaba aceleradamente y con signos violentos. Tan espesa era esta nube rosada, que uno de los portavoces más inteligentes y respetados de la oligarquía, el radical Enrique Mac-Iver, declaraba en tono triunfal que la cuestión social no existía en Chile”.
No suena tan lejano a lo que ocurre hoy.
Pero también tenemos a nuestros reformistas, a nuestros grandes Federicos que creen que, desde arriba, se pueden emprender algunas reformas menores para evitar el colapso del sistema.
Ellos y ellas siguen la vieja lógica de “que todo cambie para que nada cambie”. Ahí está la propia Bachelet, y los cinco gobiernos anteriores desde el fin de la dictadura en 1990. El menú reformista es ofrecer una reforma laboral a medias, cuyo debate se ha reducido a la polémica del reemplazo en huelga, pero que no discute el fondo del asunto, que es una relación más equiparada entre empleados y empleadores. Parte del menú también es una nueva Constitución, aunque nadie sabe cómo se hará, quién la hará y, en último término, si ella de verdad podrá contribuir, de una vez por todas, a que Chile sea más democrático y equitativo para todos los chilenos.
Volviendo a ejemplos de la historia, bien podría Chile estar en presencia de la llamada “revolución de febrero” de Rusia. Esa sucedió en 1917. En medio de la debacle militar de la Primera Guerra Mundial y ante protestas sociales que se venían dando hace más de una década, el zar Nicolás II tuvo que abdicar al trono para dar paso a un gobierno provisional integrado por socialistas y reformadores, pero encabezado por el príncipe Gueorgui Lvov representante del antiguo régimen feudal y aristocrático ruso.
Ese gobierno duró sólo ocho meses. En octubre de ese mismo año, los bolcheviques se hicieron del poder en una revolución a la revolución. Y unos meses después, en julio de 1918, el zar y su familia más cercana fueron ejecutados.
¿Está el país ante una disyuntiva histórica como la que enfrentaron hace no tantas décadas Rusia, Francia o Prusia? Nada en nuestra historia indica un camino similar. Todos los intentos por avanzar y democratizar este país terminaron mal para las fuerzas progresistas. Fue el caso en 1891 con Balmaceda, el de Alessandri en 1920, el de Allende en 1973.
Pero la historia de los países no es lineal. Tal vez Chile debería empezar por copiar o sacar lecciones de un reformismo radical, como el que implementó Theodore Roosevelt a comienzos del siglo 20 en Estados Unidos. Entre otras cosas, rompió con los grandes carteles empresariales que habían dominado la economía de ese país. Entre ellos la industria del petróleo, dominada por John D. Rockefeller, y la de los trenes, en manos de la familia Vanderbilt.
¿Seremos capaces de romper con carteles empresariales como el de las forestales, controlados por los grupos Matte y Angelini? ¿El de los pollos? ¿El de las farmacias? ¿El de las inmobiliarias? ¿Y sobre tantas más respecto de las cuales, hasta ahora, no tenemos noticias, pero sí muchas sospechas?
Hoy, el palacio de Sanssocui es una atracción turística en Potsdam. Tal vez suceda lo mismo a futuro con las AFP, las Isapres y la educación subvencionada, privada y discriminatoria de Chile. Tal vez en pocas generaciones los chilenos visiten un museo que les muestre cuán injusto, desigual y arrogante era el Chile de nuestros años.