Fabio Morábito. Edit. Hueders.
180 páginas.
«A los siete años me enamoré de un compañero del colegio. Me habría podido enamorar de una niña, pero en mi escuela los niños y las niñas estaban separados, así que me enamoré de la única niña que estaba a mi alcance, y ésa era Massimo P., un niño tímido de facciones delicadísimas que no hablaba con nadie». Estas son las primeras líneas de «Scrittore traditore», texto que abre El idioma materno, y ya desde ese primer contacto la mirada – la lectura – comienza a confundir los uniformes de los géneros para dar paso a una lectura libre y a la vez tramposa, en la que conviven, y no pocas veces se dan codazos para ganar protagonismo, el micro cuento y la reflexión, la memoria y la indagación en las paradojas y minucias cotidianas, y la poesía y la novela como formas estéticas de expresión.
Y quizá ese registro híbrido, de múltiples vértices y destellos, no sea más que el reflejo de un autor inclasificable que ha transitado cómodamente por los distintos caminos de la escritura: poeta, ensayista, narrador y autor de libros infantiles de origen egipcio nacido en Alejandría en 1955. Hijo de padres italianos, vivió parte de su infancia y adolescencia en Milán, trasladándose con su familia a Ciudad de México donde reside desde los quince años de edad.
Es desde ese primer texto, precisamente, que Morábito analiza cómo descubrimos resquicios para justificar nuestros actos –buenos y malos– en los momentos más inesperados. «Vislumbré que mi vocación sería escribir libros, casi al mismo tiempo que conocí el sabor de la traición. Siempre he pensado que son dos vocaciones estrechamente unidas». Y es esa sinceridad sin disfraz la que nos interpela y nos impide deshacernos del volumen que tenemos entre las manos, un breviario radiante que surge a partir de las columnas publicadas por el autor en el diario Clarín de Argentina, y en las que en no más de 2 mil caracteres, Morábito reflexiona en torno al acto de escribir, a esa misteriosa palpitación de descifrar el entorno y el propio ser, empeñados en contar historias de las que creemos poseer todos los detalles. «No concibo la escritura como una actividad preclara, sino furtiva», anota Morábito.
Morábito navega en los océanos del idioma, en nuestro idioma materno, ese que nuestro lugar de pertenencia nos determina, el que nos fuerza a un determinado habla una vez perdida la capacidad del niño de «proferir los sonidos de todas las lenguas». Pero también el idioma materno como lengua creadora de misterio para aquel que no la conoce, como el propio Morábito que no entiende la lengua materna de su mujer, «y en el misterio que eso supone, se cifra gran parte de su belleza y de mi amor por ella», señala el autor.
Morábito también se refiere a escritores como Conrad o Nabokov que no escribieron en su lengua materna, y que «suele traducirse en un exceso de estilo, o sea, un exceso de máscara, para ocultar, como el vampiro, su condición de parásito». E indaga en las razones de por qué Kafka siempre nombra a sus personajes al comienzo de sus relatos: «los nombres propios, esas palabras que designan a un solo individuo y por ello son una suerte de agujeros negros del lenguaje».
En «La hora de la digestión», al igual que en «Scrittore traditore», describe cómo los momentos de sosiego de su infancia, obligado por los padres después de la comida (antes de bañarse), podían ser el tiempo propicio para descubrir un modo de maldad: «raras diversiones en medio de aquel pasmo generalizado, que era incinerarlas (las hormigas) con una lente de aumento para admirar sus contorsiones». Y esa relación entre la literatura y la traición o algún modo de maldad está presente en muchos de los textos del libro. Escribimos para escondernos, para vengarnos, para encontrar un remedo de realidad en la que tenemos el control, y también para ahuyentar los vacíos y distorsiones que anidan en nosotros y en ese idioma que llevamos en la sangre. Somos libro o lectura. Somos texto o fonema. Somos políglotas superficiales u oscuras lenguas a punto de perderse. En esos desvanecimientos de nuestra frágil condición humana se desarrollan estos textos inteligentes sin ser nunca pedantes, más irónicos que divertidos, tiernos y sutilmente melancólicos por su rememoración de la infancia. Su ingenio no es gratuito, sino necesario, iluminador.
Algunos de los 84 textos contenidos en el volumen están dedicados a la obsesión por subrayar como una marca de posesión, y el goce de ese nuevo destello que es proyectado por las palabras o frases destacadas. En «El subrayador», Morábito destaca que «no hay como leer los propios subrayados para conocerse. En un gesto tan simple y espontáneo nos descubrimos sin tapujos, pues decimos más profundamente lo que sentimos cuando lo decimos con palabras de otros». Porque el subrayador «mira con lástima a muchos amigos suyos, poseedores de espléndidas bibliotecas que casi carecen de subrayados. Por permanecer cómodamente sentados en vez de levantarse a buscar un lápiz, ahora, cerca del final de sus vidas, no saben quiénes son y buscan en vano en los libros leídos una marca cualquiera hecha de pasada, al descuido, para intuir algo de lo que eran, algo de lo que han sido».
De esta forma, El idioma materno es un libro de exquisita escritura y una interesante fuerza expresiva que no requiere una lectura continua y ordenada. Puede leerse en completo desorden, arbitrariamente, esperando a encontrarnos cada día con una sorpresa, qué nos dirá, qué nos aportará, desde qué ángulo sorprendente observará una realidad que se beneficia y enriquece por su mirada oblicua tan lúcida como juguetona.