Un fantasma recorre Chile. Es el fantasma de la vieja Concertación y de Ricardo Lagos.
Auxiliado por una intensa campaña editorial de El Mercurio, las vocerías de viejos estandartes como Andrés Zaldívar y el beneplácito del gran empresariado, este fantasma no busca revolucionar el país, sino que retroceder las agujas del reloj para volver a los buenos viejos tiempos en que cada uno en este Chile conocía su sitial: es decir, replegarse al Chile de los años 90; ese país en que a los jóvenes se les recordaba la “moral y las buenas costumbres” (en palabras del entonces subsecretario del Interior Belisario Velasco, al referirse al concierto cancelado de la banda de rock Iron Maiden en 1992); en que los periodistas más independientes eran intimidados por La Moneda para no investigar nada, bajo la moralina que informar acerca del gobierno era hacerle un favor a la derecha (pregunta: ¿alguien sabe cómo se financió la campaña de Lagos en 1999?); un país en que los gobernantes se empeñaron en rescatar al dictador Agusto Pinochet desde Inglaterra; por no hablar que también se trataba de un Chile sin Ley de Divorcio, extremadamente homofóbico y que –como hasta ahora- criminaliza a las mujeres que interrumpen su embarazo.
Era, en definitiva, un país en que un ministro del Interior socialista como José Miguel Insulza estaba perfectamente feliz haciendo pactos con un representando del pinochetismo como Pablo Longueira. De hecho, ambos hicieron tan buenas migas tapando el escándalo Mop-Gate que sólo la semana pasada Insulza no tuvo más que elogios para el ex coronel de la UDI involucrado hasta el cuello en el escándalo Soquimich.
Mientras la derecha, El Mercurio y el régimen concertacionista tocan diariamente los tambores para exigir el retorno del laguismo (en un país con poca memoria como el nuestro, muchos olvidan que el ex senador y ministro socialista Carlos Ominami, ahora cuestionado por SQM, fue uno de los principales operadores de Ricardo Lagos en los años 90), el país profundo parece estar cada vez más alejado de las campañas de la elite.
El problema no es la edad del candidato Lagos (próximo a cumplir 78 años), sino lo que representa. A pesar de que en los últimos años ha sido bastante activista a la hora de manejar las redes sociales por Internet y que ha hecho esfuerzos por hacerse parte del movimiento a favor de una nueva Constitución, la mayoría de sus adeptos son viejos, no jóvenes. Y eso es algo que lo diferencia de otros viejos que están en el ruedo político, como el líder del Partido Laborista británico Jeremy Corbyn (65 años) o el pre-candidato estadounidense Bernie Sanders (74 años). Ambos políticos anglosajones generan un gran entusiasmo entre los jóvenes que, si bien votan menos, ven en ellos un reflejo de su propio ser: hombres que no renuncian a sus ideales, a pesar de que los tiempos políticos puedan estar en su contra.
Lagos, en cambio, sólo parece entusiasmar a una elite poderosa, pero decadente.
“Yo sé que ustedes saben que no hay querella de generaciones”, afirmó Salvador Allende ante estudiantes universitarios de Guadalajara, México, en diciembre de 1972: “Hay jóvenes viejos que no comprenden que ser universitario, por ejemplo, es un privilegio extraordinario en la inmensa mayoría de los países de nuestro continente. Esos jóvenes viejos creen que la universidad se ha levantado como una necesidad para preparar técnicos y que ellos deben estar satisfechos con adquirir un título profesional. Les da rango social y el arribismo social, les da un instrumento que les permite ganarse la vida en condiciones de ingresos superiores a la mayoría del resto de los conciudadanos. Y estos jóvenes viejos, si son arquitectos, por ejemplo, no se preguntan cuántas viviendas faltan en nuestros países y, a veces, ni en su propio país”.
Una frase célebre de ese discurso del ex Presidente fue cuando dijo: “Hay jóvenes viejos y viejos jóvenes, y en éstos me ubico yo”. Allende tenía 64 años cuando la pronunció.
Es verdad, los tiempos cambian y es injusto medir a todos con la misma vara. Pero a los 64 años, Ricardo Lagos y su entonces ministro de Hacienda, Nicolás Eyzaguirre, estaban empeñados en expandir la cobertura de la educación superior a cambio de exigir a las familias chilenas un endeudamiento enorme. Es decir, le habían otorgado a la banca chilena un negocio multimillonario con cero riesgo.
Lagos no fue ni un viejo joven, ni un joven viejo. Fue, tal vez a su pesar, un viejo-viejo… igual que ahora.