El fracaso de las primarias del duopolio

Lo preocupante no es la baja participación, sino que esta no impida que igual se empoderen coaliciones gobernantes aunque no sean representativas. En otras palabras, nuestra democracia –al menos en términos formales– puede funcionar con o sin el voto de la mayoría de los ciudadanos.

Lo preocupante no es la baja participación, sino que esta no impida que igual se empoderen coaliciones gobernantes aunque no sean representativas. En otras palabras, nuestra democracia –al menos en términos formales– puede funcionar con o sin el voto de la mayoría de los ciudadanos.

Ayer la ciudadanía dio una clara señal de hastío hacia la clase política al, simplemente, ignorar por completo las elecciones primarias para los comicios municipales de octubre. De poco más de cinco millones de personas habilitadas para votar en 93 comunas del país, ni siquiera 300.000 llegaron a las urnas; o sea, la participación electoral fuer menor a 6%.

En el mundo político rápidamente se dieron las explicaciones de rigor para explicar la debacle electoral: ayer fue el Día del Padre y mucha gente prefirió pasar el día con sus padres; ayer también hizo mucho frío lo que provocó que la gente se quedara en casa; y, claro, la noche anterior, el sábado, Chile le propinó una paliza histórica a México en la Copa Centenario, por lo cual muchos podrían estar todavía “indispuestos” después de una noche de celebraciones futbolísticas.

Ciertamente, no faltaron las voces que ante el enorme ridículo público que significa para la actual democracia chilena una participación electoral casi insignificante hicieran un llamado a restablecer el voto obligatorio. Es decir, en vez de tratar de descifrar lo que significa este silencio ciudadano, la clase política busca castigar a esos ciudadanos por su abstinencia y obligarlos –por ley- a legitimar sus propias ambiciones de poder.

La verdadera incógnita es por qué la clase política piensa acaso que la participación electoral podría haber ser más alta que ese 5,5%. Más aún tratándose de unas primarias que no fueron universales, que dentro de las propias coaliciones no se atrevieron a desafiar al incumbente, que se dieron en unas comunas pero no en otras. Y para qué recordarles a los políticos que los escándalos de financiamiento irregular de campañas, cohecho y, en algunos casos, sometimiento servil al poder empresarial tal vez también contribuyan a la falta de interés de los ciudadanos.

Como sea, este enorme papelón “democrático” –que la propia Presidenta Bachelet temió y trató de mitigar en los días previos, al hacer un llamado a todos los chilenos a participar en las primarias– revela al menos cuatro tendencias que pueden ser relevantes para el cercano futuro político de Chile.

La primera es el evidente agotamiento del duopolio político que ha regido los destinos del país desde 1990. Si bien la Concertación hoy se llama Nueva Mayoría, gracias a la incorporación del Partido Comunista, y la Alianza hoy se denomina Chile Vamos (que, por cierto, suena a un grito de barra de fútbol), e incorpora a algunos partidos más liberales, lo cierto es que la lógica de dos coaliciones “moderadas” que ha impuesto el sistema binominal parece estar llegando a su fin. Si hasta hace unos pocos años ambos conglomerados podían arrogarse el derecho de representar políticamente a casi toda la ciudadanía, hoy se han convertido en un club político que para muchos chilenos apenas se diferencia entre sí (tanto por sus conductas de corrupción y cooptación, como por su defensa –con matices- del modelo económico chileno). Por lo tanto, estas primarias fueron en el fondo –con algunas excepciones puntuales- elecciones internas de estos dos grandes partidos. Y una participación política circunscrita sólo a la Nueva Mayoría y Chile Vamos (dejando afuera al PR, a RD y tantos otros, además de la gran masa de independientes) ya no le parece interesar a la mayoría de los ciudadanos.

La segunda tendencia que revelan estas primarias es que el llamado “cosismo” dejó de existir. En efecto, hasta hace algunas años las elecciones municipales eran vistas como menos políticas que las del Congreso o las presidenciales. El raciocinio era que los concejales y alcaldes son políticos que “hacen cosas” de verdad para la gente; de ahí, el “cosismo” que Joaquín Lavín comenzara a popularizar como alcalde de Las Condes en los años 90. Así, también, se explica en parte el enorme auge que tuvo la llamada “UDI popular” de Pablo Longueira hace una década. Enormes escándalos comunales, desvíos de fondos, campañas políticas truchas financiadas con platas municipales, contratos con proveedores sanitarios y tantos otros temas le han mostrado a la ciudadanía que los políticos “manos a la obra” y “cercanos a la gente” son un mito. Más bien, todo indica que en los municipios la corrupción es mucho más rampante que en el Congreso.

La tercera tendencia es la importancia de los militantes. Dadas las cifras, matemáticamente es probable que un alto porcentaje de los votantes de ayer fueron militantes de partidos políticos, familiares y amigos de los candidatos o redes clientelísticas de los aspirantes. Esto podría explicar, por ejemplo, el triunfo del UDI Cristián van Rysselerberghe en Concepción, pero también el del comunista David Peralta en La Florida, comuna en la cual la diputada Camila Vallejo tiene su base de apoyo.

La cuarta tendencia podría ser preocupante. Después de los lamentos de rigor que se verán y escucharán en los días siguientes por la paupérrima participación electoral, las cosas volverán a ser las mismas. ¿O alguien se acuerda, acaso, que en el balotaje presidencial de diciembre de 2013 apenas votó el 42% del padrón electoral? O sea, que el 62% que en la segunda vuelta obtuvo Michelle Bachelet ni siquiera llegaba a 30% de la población habilitada para votar? Lo preocupante no es la baja participación, sino que, a fin de cuentas, esta no impide que igualmente se construyan y empoderen coaliciones gobernantes. En otras palabras, nuestra democracia –al menos en términos formales– puede funcionar con o sin el voto de la mayoría el de los ciudadanos. El quórum simplemente no importa. Así, el lema de “el voto no vale nada” adquiere un dimensión real pero también escalofriante.





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