Aunque aún faltan casi 18 meses para las elecciones presidenciales, no es aventurado afirmar que políticamente el gobierno ya llegó al final de su mandato. Así lo aseguran incluso desde el propio palacio presidencial al recalcar que la obra reformadora ya concluyó, y que ahora sólo falta una buena implementación y una buena estrategia comunicacional para que los ciudadanos entiendan el alcance de lo obrado.
Eso explica en gran parte la enorme proliferación de candidatos presidenciales, y los gallitos de partidos y movimientos que aseguran que sí o sí estarán en la papeleta de la primera vuelta a fines de 2017.
Los paralelos políticos entre el final del primer y del segundo mandato de la Presidenta Bachelet son evidentes. Exceptuando que a fines de 2009 gozaba de una popularidad que rozaba el 80%, y que hoy apenas logra acercarse al 30%, la debilidad y dispersión política es similar.
En 2009 Ricardo Lagos se abría a la opción de repetirse el plato, pero bajo la condición que no se hicieran primarias, sino que la Concertación lo untase unánimemente como candidato único. Como ello no se dio, el ex mandatario se amurró y decidió quedarse en casa. Siete años después se está repitiendo el escenario. Lagos no descarta ser el candidato, pero nuevamente le gustaría ser proclamado por las masas neo-concertacionistas y, más importante aún, las cúpulas partidarias. Y eso explica, en parte, sus declaraciones “quiero, pero no quiero”, “me gustaría, pero no me gustaría”. A diferencia de Bachelet, Lagos es un político consumado y sabe que los tiempos han cambiado. Ser la carta para salvar los empleos fiscales y prebendas políticas de algunas decenas de miles de militantes y simpatizantes no es para él incentivo suficiente. En cambio sí lo fue para Bachelet en 2013 (de cierta manera, ella misma fue víctima del bacheletismo).
A fines de 2009, ningún miembro del gabinete de Bachelet tenía chances como carta presidenciable. Hoy tampoco. Ello muestra, una vez más, que la mayor debilidad de la mandataria es su peso político. Lagos, en cambio, contaba al menos con cuatro ministros presidenciables al final de su mandato en 2005 (la propia Bachelet, Soledad Alvear, José Miguel Insulza y Nicolás Eyzaguirre).
Al igual que en 2009, ahora el gobierno de Bachelet comienza a despedirse con la perspectiva de que la oposición de derecha pueda llegar al poder (Piñera en 2009, y nuevamente Piñera, Manuel José Ossandón y algunos UDI que creen que el escándalo Penta es prehistoria en 2017).
Ciertamente, muchas cosas han sucedido entre 2009 y hoy. El movimiento estudiantil de 2011 que hizo despertar las conciencias de millones de ciudadanos; los casos de relación incestuosa entre la política y los grandes empresarios; la corrupción generalizada en el Ejército; la estafa a millones de chilenos que han generado las colusiones empresariales; los casos de abuso sexual amparados por la jerarquía de la Iglesia Católica; las platas sucias del fútbol profesional, entre muchos otros “tupidos velos de la noche” que se han levantado en los últimos años.
Sin embargo, las reglas básicas del juego de la elite criolla han permanecido relativamente intactas, a pesar de algunas leyes que, sobre el papel, pretenden poner freno a estas prácticas que han revelado que Chile no es tan distinto a sus países vecinos que tanto menospreciamos creyendo que los chilenos estábamos investidos de una moral superior al resto de los seres humanos de este continente. Es más, la propiedad misma del poder –empresarial, político, militar, eclesiástico, comunicacional– sigue en manos de los mismos de siempre. Eso explica que a 10 años del estallido de las revueltas estudiantiles se haya avanzado, en el fondo, tan poco hacia la meta de una educación pública, gratuita y de calidad.
Por eso, es probable que los comicios presidenciales del próximo año no traigan mayores novedades. En la papeleta habrán dos, tres u ocho nombres, pero casi todos provendrán de esta misma elite. Y dará lo mismo si vota un asombroso 60% o un miserable 5% como en las primarias legales de hace unas semanas. De hecho, el quórum no tiene importancia alguna para acceder al poder. Ciertamente, detrás de ello se oculta un grave problema de representatividad, que no es exclusivo de Chile, pero la repartición del poder político se regirá bajo esas reglas.
Pero es probable que esta sea la última elección presidencial bajo los cánones que hemos conocido. Y no sólo porque en los próximos años posiblemente la indignación local haya cuajado lo suficiente como para generar nuevas opciones políticas, sino también por los vientos que recorren al mundo.
El renacimiento de nacionalismos más o menos sofisticados, más o menos virulentos, como el que representa Donald Trump en Estados Unidos, Boris Johnson en Inglaterra, Marie Le Pen en Francia o el incipiente movimiento proto-fascista Alternativa para Alemania (AfD), puede ser un anuncio de los nuevos tiempos. La frustración con la globalización financiera y económica, que al principio fue una causa del mundo progresista, rápidamente se ha tornado en una bandera de lucha de la neo-derecha nacionalista occidental, siendo su gran estandarte el rechazo a la inmigración.
En Chile todavía parecemos estar lejos de ello. De hecho, el fallo de la corte internacional de La Haya que en enero de 2014 favoreció el reclamo peruano para una una delimitación marítima, apenas levantó olas en el país. El enfrentamiento entre Bolivia y Chile en el mismo tribunal tampoco parece agitar demasiado a los ánimos locales… aún.
Sin embargo, pese a su insularidad geográfica el país nunca ha vivido de espaldas al mundo. De hecho, en algunas ocasiones ha estado a la vanguardia, como sucedió en los años 60 e inicios de los 70. Por eso, los ciudadanos deberían preocuparse de lo que está sucediendo en el mundo y cómo ello puede influenciar y determinar nuestra política local.
El golpe institucional que sacó del poder a Dilma Rouseff en Brasil, ciertamente es seguido con interés por la derecha criolla. Les puede dar una cierta hoja de ruta a futuro, así como lo fue en su momento el golpe de los militares brasileños en 1964 en contra de Joao Goulart.
¿Qué pensarán los oficiales de nuestras fuerzas armadas acerca del golpe frustrado en Turquía? Claro está, los militares turcos y los chilenos tienen ideológica e históricamente poco en común. Pero ambos comparten el monopolio sobre las armas.
¿Es casualidad que las páginas internacionales de El Mercurio informen sobre la situación de Venezuela como si estuviera reviviendo su sediciosa cobertura durante el gobierno de la Unidad Popular a inicios de los años 70?
En fin, para aquellos politólogos con maestrías y doctorados en Estados Unidos que de manera consciente o no siguen el postulado del “fin de la historia” que Francis Fukuyama enunciara a inicios de los años 90, debe ser una cuestión curiosa darse cuenta de la circularidad –por no decir de la dialéctica– de la historia.