Tiempo de matones

  • 16-08-2016

Hay palabras para cada época. Y épocas para cada palabra.  Acciones esclavas del lenguaje y lenguajes cómplices de acciones. Entre los que arengan, sobre todo cuando están airados y tienen un cargo público, ya se ha convertido en fórmula común ese latiguillo de “que caiga sobre él (o ella) todo el peso de la ley”. Una sentencia lapidaria y gráfica que, así enunciada, suena a maldición bíblica pura y dura.  A veces se desliza la frase con sujeto: “haré que caiga todo el peso de la ley”, como si la ley fuera un monolito que podamos desplomar, sin hernias colaterales, sobre osamentas indefensas. Vivimos en la sociedad de la amenaza. En general, quienes amagan con dejar caer a plomo el obelisco de la verdad y de lo justo, son precisamente los que suelen sobrevolar, con vuelo ingrávido, el cielo de la ley hasta sobrepasarlo largamente…hasta donde no llega la sombra alargada del ordenamiento jurídico y de las normativas.  Está claro que el arquero, por torpe que sea, no morirá alcanzado por su propia flecha…Sí, se ha extendido cierta forma de matonismo, aunque sea de palabra.

Si me detengo un momento en alguna discusión política se filtra siempre en ella otra entradilla significativa: “Voy a emprender todas las acciones que sean necesarias”. A estos actos que anuncian la intención los antiguos gramáticos los llamaban “performativos”. No tienen por qué traducirse en una realidad; en general no abandonan el ámbito volitivo e intencional. Sin embargo, son fórmulas que no ocultan la violencia de la que emergen: estar dispuesto a todo para restituir (o en nombre de) el orden, la verdad, la libertad…o lo que sea, parece un poco desproporcionado…¿o no?

El espíritu de Robespierre se ha instalado en nuestro vocabulario y ya a nadie sorprende que cualquier político diga, como lo más natural del mundo,  que “ van a rodar cabezas”. Hay una especie de complacencia sádica en el enunciado. Hace semanas que en España se debate sobre aquellos mensajes que, camuflados en el anonimato que consienten las redes sociales, hacen apología del terrorismo o incurren en incitación al odio. No hay nada más infructuoso que tal debate en una sociedad donde el odio campa a sus anchas, con independencia de la proliferación de exabruptos online. Apabullados por un miedo instituido e institucionalizado, la respuesta ciudadana es el odio sin tapujos. Si se pone a prueba la parte más animal -nada está más biológicamente asentado que el miedo- el animal deja caer la máscara del raciocinio para responder con saña. A la empatía hace rato que la mandamos de vacaciones.

Los Juegos Olímpicos nos devuelven a esa zafiedad del lenguaje sublimado en sus propios jugos corrosivos: tal país (o participante individual) da una paliza, arrasa, hunde, humilla o acribilla a otro, a su adversario. No solo es el lenguaje de la amenaza y del miedo; también es el de la humillación. Aunque es bastante probable que la frontera de todo ello sea difusa.

Soy contraria a la corrección política y la mordaza en la palabra. Pero creo que se debe tener claro que la libertad de expresión no nos da derecho a convertir las palabras en cuchillos. El saqueo del lenguaje para fines que no sean los de debatir, negociar, comunicar…deja a las propias palabras desangradas, inútiles para el ejercicio para el que fueron concebidas, abaratadas en su valor, adocenadas como tantos objetos desahuciados.

Las palabras, en suma, están hechas a nuestra imagen y semejanza.  De la dignidad del lenguaje saldrá dignidad. Y de las palabras de bárbaros solo saldrá más barbarie.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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