Diario y Radio Universidad Chile

Año XVI, 16 de abril de 2024


Escritorio

La importancia de llamarse Lina (Meruane)


Domingo 18 de septiembre 2016 17:55 hrs.


Compartir en

Lina no (sólo) es Lina, sino Lucina, que también es Lina. Lina es ella y su personaje, es decir la autora y a su vez su avatar, que se desdobla y se multiplica sucesivamente, en una especie de intrincado juego de espejos y matrioskas de materiales nobles y colores retadores. Nació en Santiago de Chile en 1970, con el bagaje palestino que los ancestros pusieron en sus ojos -sus ojos: sobre ellos hablaremos, por cierto- y con unos padres bien asentados que, cuando ella era niña, se establecieron en Nueva York. Así vive la niña Lina saltando a la cuerda entre dos lenguas -un gesto nada infantil, por cierto, sino un elemento con la pesadez de una fragua, donde el hierro candente marca con sus goterones de fuego vivo-. Vuelve a Chile con su bilingüismo consolidado, una diabetes incipiente y unas ganas de batirse en duelo con la palabra. Que se me entienda bien: se bate a duelo porque sabe llevarse bien con el lenguaje, porque ha hecho de él su confidente. Esa rotundidad con que escribe coincide con el gesto de su estar en el mundo. Un mundo a veces doliente. Casi siempre descarnado. El de su ficción, que bordea los hilos imposibles de la autobiografía.

Porque Lina Meruane empieza a escribir de niña. La palabra, en sus manos, es una piedra de afilar. No le ahorra nada de lo que puede llegar a transmitirnos con su incisión. La exprime, la pule, la transforma. Pero, en ese tránsito, Lina ha dejado de ser la niña atrapada en el universo de papel para ser una mujer inquieta, que primero se traslada a Madrid con la idea de seguir un doctorado -expectativa que no se cumple- y que luego recala en Nueva York: el círculo se cierra. Después de varios lustros, allí sigue, dando clases de literatura hispana, a la vez que plantando cara a la escritura y a la vida.

Descubrí a Lina Meruane en “Fruta podrida”, esa aproximación a la enfermedad -elige la tercera persona para hacerlo- y el resultado es una narración con fuerza huracanada en la que se va mezclando la diabetes (la de la propia autora, sin duda), las crisis de la glucosa, con el azúcar real que destilan las frutas que se van pudriendo en el escenario en que se mueven los personajes…Un relato en el que la enferma termina rebelándose contra su propia condición de objeto abandonado a la suerte de las agujas, de las mediciones, de los tratamientos y de los experimentos -todos esos elementos que configuran el fantasma de la incertidumbre- y que además se libera, no solo a sí misma, sino a quienes corren su misma suerte. El final de la novela, una especie de epílogo, deja atisbar el gusto por Yukio Mishima o el mejor Cortázar. Hay literatura que está destinada a ser lumbre y claridad, como las estrellas extintas, aun cuando el autor haya desaparecido. Auguro ese futuro de años luz para esas páginas.

Luego cayó en mis manos “Sangre en el ojo”, un trasunto de la propia Lina sobre la ceguera -una ceguera que se manifiesta con una mancha roja que va creciendo en el campo visual hasta opacarlo todo, desde lo que se deja de ver hasta las relaciones humanas transfiguradas por esa oscuridad sobrevenida-. Una ceguera parecida a la que sufrió transitoriamente en su niñez, solo que sin la metáfora de los ojos vacíos, como en la magnífica “Parábola de los ciegos”, de Brueghel: los ojos de Lina y su doble, el personaje Lucina, están pletóricos, a rebosar. No se busque cercanía con la obra de Saramago: a Lina no le mueve la fábula moral o moralista. En el trasfondo de su escritura, como en el trasfondo macular, hay crudeza; y también humor. Y escenas para estómagos fuertes (Lina no se detiene en hacer concesiones, lo que hace que su escritura sea un instrumento de altísima precisión, que dice exactamente lo que quiere decir). Le gusta que el lenguaje haga gala de su libertad, por ello tampoco omite chilenismos. Al contrario, se regodea en ellos, los homenajea.

Advertencia para lectores adultos que gustan de la literatura adulta. Lina no ha escrito únicamente sobre el devenir de la enfermedad -es decir, no se ha quedado en el ejercicio de hacer de la enfermedad literatura-. Ha escrito otras obras, siempre con ese chispeo del desafío. Ahí están, para corroborarlo, su voz-manifiesto en “Volverse palestina” o “Contra los hijos”.

No me resisto a terminar este artículo con un fragmento de la última parte de “Fruta podrida”: “Hay más dolientes, pero el Estado cada vez se interesa menos por los hospitales. Se ha olvidado de los hospitalizados. El Estado es otro anciano con Alzheimer: sobrevive en estado vegetal pero ni siquiera podemos desconectarlo…Habría que quitarle la sonda alimenticia, el suero salino y glucosado, la morfina porque está descerebrado y ya ni sufre…”.

Más allá, o más acá, de lo que pueda yo decir, Lina es, en sí misma, su mejor carta de presentación.