Una interesante reflexión de Blog Salmón sobre los “bienes públicos” y los efectos que la globalización está teniendo sobre aquellos, revela las dificultades teórico-prácticas que estos presentan para una más razonada y pragmática solución a un tema que, en Chile -cada vez más adentrado en un período electoral- desata pasiones: la relación entre producción de bienes y servicios y los respectivos papeles del Estado y el mercado en aquella.
En efecto, en economía se denomina “bienes públicos” a aquellos cuyo consumo no se puede impedir una vez producidos (por ejemplo, la luz de un farol). Esta característica hace que los agentes individuales no tengan incentivos para generarlos, pues es más “rentable” esperar que otros lo hagan y luego disfrutarlos gratis. De allí que, históricamente, la provisión de estos bienes haya recaído en orgánicas colectivas o públicas -financiadas por todos, p. ej. a través de impuestos- tales como la defensa nacional, seguridad ciudadana, o alumbrado callejero. Esta característica, por consiguiente, otorga al Estado un papel relevante respecto de bienes que, además, “no se agotan” por más consumidores que haya (v. gr. la luz de un farol es la misma independiente de la cantidad de vecinos en la calle que alumbra), por lo que, si el costo de añadir un nuevo consumidor es cero, el valor para aquel debiera también ser cero, lo que impide que, en esas áreas, funcione la lógica de competencia sujeta a la pura oferta y demanda.
El Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, pionero en el estudio de los Bienes Públicos Globales (BPG), identifica cinco de ellos en su obra La Teoría de los Bienes Públicos Internacionales y la Arquitectura de las Organizaciones Internacionales (1995): 1.- la estabilidad económica (con su contraparte como los efectos del contagio global de la crisis subprime de 2008); 2.- seguridad internacional (incapacidad de ciertos Estados para defenderse solos ante un ataque nuclear); 3.- protección del medio ambiente (el deterioro de la capa de ozono o el cambio climático); 4.- el conocimiento, cuya transmisión ya no está limitada por las fronteras entre Estados; y 5.- las organizaciones supranacionales humanitarias (por. ej. su acción en la crisis de los refugiados en Siria).
Es decir, los bienes públicos -antes gestionados al interior de Estados más o menos cerrados- se globalizan en sus ámbitos natural, (estabilidad climática, capa de ozono, biodiversidad), de producción humana (conocimiento, estándares internacionales, espectro electromagnético) y políticos (v.gr. la paz o la estabilidad financiera internacional), lo que ha obligado a los Estados a cierta transferencia de soberanía normativa.
Así, acuerdos internacionales, tratados comerciales, intereses económicos cruzados o redes mundiales de comunicación y espectros electromagnéticos normados, requieren, para producir BPG, de un esfuerzo voluntario conjunto de los Estados, pues, aquellos que se niegan, por ej., a suscribir pactos de reducción de emisiones, obtienen ventajas económicas a costa de contaminar al resto del planeta, incentivando a que otros hagan lo mismo y haciendo irrelevantes los acuerdos. Situación similar se puede observar en temas como la paz, la carrera armamentista o el comercio, pues, cualquier acuerdo o adhesión, exige de la disposición política de los Estados, dado que no hay un gobierno mundial que lo exija, aunque, a veces, órganos internacionales promuevan medidas coercitivas -sanciones económicas- para un país que no cumple, aunque, habitualmente, sean los menos fuertes.
Como es obvio, producto de la desigualdad de velocidades de desarrollo, las capacidades de diferentes Estados para producir BPG’s son distintas. Si un asteroide amenazara la Tierra, el BPG que supondría interceptarlo depende no solo de quien tenga las herramientas tecnológicas para hacerlo, sino de quien lo haga primero, pues es irrelevante que la Agencia Espacial Europea (ESA) pudiera hacerlo en tres meses, si la NASA lo hace en dos. Similar situación se observa en la capacidad de disuasión militar nuclear, que favorece la hegemonía de los Estados más poderosos. Estos terminan actuando como “policías” mundiales en detrimento de Estados más débiles, los que son obligados a seguir la agenda de grandes potencias, en mayor o menor medida. Tales capacidades y poder han implicado esfuerzo, ahorro, innovación e inversión de generaciones de ciudadanos de esos países, lo que tiende a legitimar nacionalmente -aunque no necesariamente a nivel externo- tales conductas.
Pero, también estas diferencias operan a la inversa, pues hay múltiples estados ‘polizones”, que sin realizar esfuerzo alguno para producir BPG’s esperan que otros países los generen para aprovecharlos luego, gratuitamente, mediante piratería conceptual y copias (tecnología, medicina, nuevos materiales, etc).
El mayor efecto internacional actual de los BPG’s responde a una globalización financiera y comercial que ha hecho las fronteras internacionales cada vez más porosas y difusas, al tiempo que los propios Estados han abierto sus fronteras mediante diversos acuerdos. La UE, el Nafta, Mercosur, son ejemplos de aquello, por lo que, en la práctica, los Estados nación han terminado teniendo menos espacio para gestionar su soberanía legislativa, o para actuar al margen del resto. El Bréxit es un ejemplo. Al mismo tiempo, las compañías multinacionales controlan una porción cada vez mayor de la economía mundial, por lo que, muchas veces, los Estados se ven limitados para adoptar medidas que afectan sus intereses, o, cuando lo hacen, los perjuicios para sus ciudadanos pueden ser mayores que los beneficios. Los capitales se concentran donde la regulación es favorable, mientras que el progreso económico de los países depende cada vez más de sus vínculos con el resto del mundo.
Otro BPG del siglo XXI, como Internet, está haciendo que retener el conocimiento dentro de fronteras estatales sea casi imposible. Los costos de transmisión y transacción se han reducido drásticamente y hoy cualquier estudiante con acceso a la red tiene a su disposición igual cantidad de información que un alumno de una buena universidad de país desarrollado. Las organizaciones internacionales, por su parte, son en sí mismas BPG, pues, con todas sus insuficiencias, constituyen foros multinacionales donde se buscan soluciones consensuadas, en lugar de competir entre Estados según la” ley de la selva”. Asimismo, operan en el diseño y adopción de estándares globales y tienden a limitar en parte, la hegemonía irrestricta de las grandes potencias.
La globalización es, pues, un fenómeno que trae consigo buenas y malas noticias. Ciertos bienes públicos naturales, humanos y políticos tienden a internacionalizarse, abaratando los costos de transacción del conocimiento y apoyando así el crecimiento de países más atrasados; mejora la equidad de acceso a adelantos producidos por las naciones más desarrolladas incrementando la productividad media; limita la mera aplicación de fuerza, tanto al interior de las naciones, como entre ellas, a través de la promoción de los DD.HH.; y estimula la cooperación internacional para el desarrollo científico y tecnológico.
Pero al mismo tiempo, circunscribe la soberanía normativa de los Estados, sus posibilidades de gestión económica nacional y de protección ante malas prácticas de grandes transnacionales, y provoca desigualdades sociales que afectan la estabilidad interna de los Estados, cada vez con menos herramientas para enfrentarlas. Chile no escapa de estas tendencias, por lo que, la campaña presidencial en desarrollo, debiera ser una oportunidad para la búsqueda de los nuevos equilibrios que exige la globalización, tanto en el papel del mercado, como asignador de recursos que favorece la libertad de opción, y el del Estado, como principal redistribuidor de bienes públicos y agente político de control de las naturales asimetrías que generan los primeros.