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A propósito del cierre prometido de Punta Peuco

Si el país conociera cada caso, tuviera acceso a los horrores cometidos por estos ahora ancianos, que escaparon de la cárcel durante varias décadas, no tenemos duda de que serían a lo sumo algunos de sus familiares más directos los que podrían estar reclamando su liberación, la posibilidad de que completen sus penas en sus propios hogares y hasta sigan recibiendo, como ex militares, pensiones de lujo en relación a las de la inmensa mayoría de los trabajadores.

Juan Pablo Cárdenas S.

  Martes 5 de septiembre 2017 7:48 hrs. 
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La necesidad de que se den a conocer públicamente los testimonios de las víctimas que sufrieron la tortura y la cárcel en tiempos de la Dictadura es algo que debe exigir el país y consentir sus representantes políticos. Mientras en otros países se desclasifica, se esclarece, este tipo de situaciones, en el nuestro sigue en secreto lo sucedido a miles de personas detenidas y violentadas brutalmente por los militares y sus servicios secretos.

Si hay algo completamente hipócrita es la explicación de que este silencio prolongado por tanto tiempo tenía la intención de no trasparentar los vejámenes recibidos por tantas personas. Especialmente lo sucedido a aquellas mujeres violadas por los “valientes soldados”, sometidas a tratos crueles y degradantes para su dignidad humana. El silencio que se le impuso en el gobierno de Ricardo Lagos a los documentos de la Comisión Valech, en realidad tuvieron la intención de no difundir el horror cometido por el terrorismo de estado, proteger la identidad y seguridad de sus los más siniestros agentes. Así como obedecer, también, a las presiones que ejercieron las Fuerzas Armadas al respecto. Se trata, por lo mismo, de un acto se suma cobardía de todos nuestros últimos gobiernos.

Todos los crímenes de guerra cometidos por el fascismo o el estalismo han debido ser reconocidos por la población mundial para que incluso las nuevas generaciones, las de quienes no habían nacido en la Segunda Guerra Mundial, sintieran la repugnancia de estos actos cometidos por la condición humana. Sabemos que nuestra historia ha sido feroz, pero también que la impunidad y los pactos de silencio no nos previenen de los nuevos atentados contra los Derechos Humanos. Muy por el contrario.

En este cómplice silencio es que tienen cabida las acciones de quienes buscan que los grandes criminales de nuestra historia no sean condenados a las penas que se merecen, hayan salvado del patíbulo y hasta se les haga pagar sus débiles y bochornosas condenas en cárceles de lujo, como la del penal Cordillera, en el pasado, y hasta el actual  de Punta Peuco. Si el país conociera cada caso, tuviera acceso a los horrores cometidos por estos ahora ancianos, que escaparon de la cárcel durante varias décadas, no tenemos duda de que serían a lo sumo algunos de sus familiares más directos los que podrían estar reclamando su liberación, la posibilidad de que completen sus penas en sus propios hogares y hasta sigan recibiendo, como ex militares,  pensiones de lujo en relación a las de la inmensa mayoría de los trabajadores. De allí que en la molestia que tienen las víctimas de la represión por la forma en que algunos medios y políticos reclaman clemencia para estos forajidos tienen mucha responsabilidad los moradores de La Moneda y del Parlamento, además de aquellos jueces que les asignaron penas que en nada se condice con sus brutales actos.

En este sentido, extraña la posición de algunos sacerdotes y abogados empeñados en obtener figuración pública o, incluso, indulgencia divina por sus mediáticos esfuerzos por lograr el cierre del Punta Peuco como el indulto de las autoridades. Ellos muy bien saben que en estos condenados no ha habido siquiera reconocimiento de sus crímenes, peticiones de perdón ni, menos, colaboración con el esclarecimiento de tantos hechos. Como el que todavía afecta a miles de familiares y amigos de tantos detenidos desaparecidos que, con toda probabilidad,  también pasaron por las manos de estos oficiales y soldados de la Dina y la CNI. Tampoco es dable imputarle solo a los autores intelectuales la comisión de estos terribles delitos, baja la línea de mando que obligó a los actuales procesados o condenados participar en tan deleznables acciones. Conviene recordar, al respecto, que desde la primera hora del aquel 11 de septiembre de 1973 hubo uniformados dignos que se negaron a acometer estos crímenes, que se asilaron o escaparon del país, cuando no fueron obligados a cumplir la suerte de todos los perseguidos. El ejemplo del general Prat habla, sin duda, por todos aquellos héroes reales de nuestras fuerzas armadas.

Lo que se haría preciso es que los museos y los planes de estudios se resolvieran difundir estos dramáticos sucesos a objeto de que en el país haya un efectivo “Nunca Más”. Qué duda cabe que el silencio impuesto a otras grandes masacres, como la de Santa María de Iquique, Ranquil, la de la Pacificación de la Araucanía y tantas otras habría costado muchísimo que se reiteraran, una y otra vez, si nuestra población hubiera tenido conocimiento de lo que sucedió en cada caso.

Es razonable que haya personas que fueron violentadas y quisieran que su amarga experiencia fuera silenciada o borrada de todos los registros del horror. Sin embargo, estamos plenamente conscientes de que una amplia mayoría de las víctimas prefieren que su experiencia sea conocida, así como también el nombre y las circunstancias de quienes los humillaron. En todo caso, lo que podría hacer el estado chileno es mantener archivados solo aquellos casos en que expresamente las víctimas soliciten silencio.

Tenemos la certeza de que esto sería lo más justo, además, para que los que sufrieron la cárcel y la tortura, las ejecuciones y otros despropósitos, fueran indemnizados debidamente con pensiones y derechos que no parezcan tan burdos como los ya asignados. Así como reconocidos pública y efectivamente por su sacrificio frente al porvenir y sus descendientes.

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