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Dialéctica del actual proceso chileno

Columna de opinión por Daniel M. Giménez
Jueves 21 de noviembre 2019 18:12 hrs.


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Costó un poco, pero a un mes del 18 de octubre, empezamos a tener cada vez mayor claridad sobre lo que ha ocurrido en estas cuatro semanas. Hablamos de estallido. También de levantamiento y rebelión. Los/as que no entienden nada llegaron incluso a hablar de “guerra”. Y quienes estaban en transe psicodélico gritaron “invasión alienígena”. Pero, con los eventos de los últimos días, ya es evidente lo que pasó, lo que ocurre ahora y los escenarios posibles que podrían desarrollarse en el corto y mediano plazo.

¿Qué pasó? Básicamente, el día 18 de octubre los pueblos de Chile, titulares de la soberanía, iniciaron, sin saberlo aún, un proceso constituyente en las calles. Este proceso asumió la forma de un estallido  y, por eso, todo este tiempo lo hemos mirado con la óptica de los conflictos más bien sociales, en el sentido clásico del concepto: que la desigualdad, que la precariedad, que el encarecimiento del costo de la vida, que el etcétera. Por eso las primeras respuestas del gobierno y del capital apuntaron directamente a los ingresos: sueldos mínimos garantizados por el Estado, aumento en las pensiones mínimas y, en el caso de los grupos económicos más poderosos y privilegiados, que nadie gane menos de 500 mil en sus empresas.

Pero el del estallido social era sólo el envoltorio. En el marco del capitalismo ultraradical chilensis ciertamente no es un envoltorio casual o arbitrario; pero es un envoltorio al fin y al cabo. Los estallidos son explosivos y acotados; suelen terminarse tan pronto como termina la catarsis o es resuelto el factor que los motivó. Nada de eso ha sucedido con este proceso, como, por lo demás, ya les ha quedado claro a Sanhattan, a La Moneda y al resto de sus aliados políticos, nuevos y viejos. A la larga, el estallido fue el ropaje con el que el pueblo se vistió mientras asumía un doble rol: el de fuerza disolvente y el de sujeto constituyente.

La fuerza disolvente se conformó con la reunión espontánea de jóvenes y no tan jóvenes en las calles a partir del 18 de octubre. Desde entonces está dando una lucha abierta y frontal contra el último sostén que le queda al orden neoliberal tras haberse pulverizado toda su hegemonía en este proceso: el aparato represivo. La lucha se ha dado con un arrojo que desconocíamos y no creíamos posible quienes alcanzamos a ver el actuar genocida de la dictadura. Y este arrojo fue fundamental, en los primeros momentos, para convocar a las calles a las generaciones mayores y a las siempre temerosas pequeñas burguesías. En términos simples, gracias a la valentía de “los/as capucha”, de “la primera  línea”, el pueblo perdió el miedo y literalmente se tomó Chile, lo que le restó eficacia a las maniobras habituales de invisibilización, estigmatización y minimización que despliegan los aparatos ideológicos frente a la acción colectiva. No fueron “grupos aislados”, “violentistas”, “marginales resentidos”. Fue el pueblo mayoritario el que, con mayor o menor involucramiento, terminó alineado con la fuerza disolvente.

Esta fuerza ha logrado golpes de efecto importantes, fundamentalmente con ataques a íconos del sistema institucionalizado de explotación, precarización y abusos: edificios de instituciones públicas, medios de comunicación, empresas monopólicas, supermercados, malls, la sede de la UDI, iglesias. Estos actos no tienen valor, si se quiere, “táctico”. Su valor, y muy eficaz, es más bien simbólico: a través de ellos, el pueblo ha mandado el mensaje de que no está en las calles contra un presidente o un gobierno; ni siquiera contra un régimen económico. El pueblo salió a las calles para hacer una refundación, y una que no va a ser posible sin su concurso y protagonismo.

Al calor de la lucha en las calles contra los símbolos del orden constituido, el pueblo, el titular de la soberanía, empezó a ejercerla directamente en los territorios a través de la organización y la deliberación. En muchas zonas del país se empezaron a conformar asambleas en respuesta a la necesidad de resguardar los intereses de los territorios y de las personas luchando en las calles frente a los esperables intentos de los actores institucionalizados de apropiarse y llevarse para la casa, otra vez, la lucha popular. Y en estas asambleas autoconvocadas se inició la deliberación y la discusión sobre la sociedad, el Estado, la economía que los territorios quieren construir. En pocas palabras, el pueblo partió, sin pedirle permiso a nadie, porque no lo necesita, una deliberación constituyente.

En la práctica, entonces, el 18 de octubre el(os) pueblo(s) de Chile, a través de la lucha contra el orden constituido, primero, y de la organización de asambleas en los territorios, después, no sólo inicia(ron) un proceso constituyente. Además, conforma(ron) su sujeto constituyente: el propio pueblo deliberante.

¿Qué ocurre ahora? Como todo proceso, el que estamos viviendo también tiene fases o, en lenguaje dialéctico, “momentos”. El primer momento se vivió desde el 18 de octubre mismo hasta la “gran marcha” del viernes 25. Fue un momento de sorpresa y de estupefacción inicial, que, de a poco, se fue transformando en un momento de apropiación de las calles y la consiguiente reacción del poder constituido. Es el momento de despliegue de la fuerza disolvente y de la respuesta militar para intentar derrotarla por la vía represiva.

Cuando, tras la gran marcha, fue evidente que la simple represión no iba a servir, el gobierno sacó a los militares de las calles y, paralelamente, otros actores sociales y políticos, inicialmente paralizados por la sorpresa, empezaron a operar. Esto inaugura el segundo momento. Fue un momento de afianzamiento de la fuerza disolvente en las calles, que no suelta, y de crecimiento de densidad del sujeto constituyente gracias al incremento de instancias deliberativas en los territorios. Pero es también el momento de los intentos de cooptarlo, de apropiárselo: aparecen las maniobras para darle una salida institucionalizada a la lucha popular a través de, fundamentalmente, cabildos pauteados por municipalidades y organizaciones sociales vinculadas a la ex nueva mayoría y al frente amplio, reunidas en la llamada “mesa de unidad social”.

Los cabildos fracasaron en su propósito de sacar al pueblo de las calles para sentarlo “a conversar”: pese a toda la parafernalia y cobertura mediática que recibieron, hasta el 7 de noviembre sólo 15.000 personas habían participado en uno. Además, la ACES, de importante reconocimiento público en las movilizaciones sociales, entendiendo la intención de neutralizar la lucha callejera por la vía de la “institucionalización”, quebró con “unidad social”. La apuesta por darle esta salida “institucionalizada”, por tanto, era casi tan débil e inviable como la apuesta del gobierno de terminarla sin mayores consecuencias para el neoliberalismo gracias a un par de anuncios sociales y represión policial. Al final, el pueblo, en su doble carácter de fuerza disolvente y sujeto constituyente, era el único que se fortalecía. El día 12 de noviembre, tras violentas luchas callejeras en todas las principales ciudades del país, Sebastián Piñera convocó a cadena nacional para anunciar un nuevo Estado de excepción, pero terminó desnudando su debilidad diciendo nada, absolutamente nada.

Frente a este escenario, los dos actores peor posicionados en el escenario, el que intentaba neutralizar las luchas por la la vía “institucional” (nueva mayoría, parte del frente amplio y “unidad social”)  y el gobierno, que quería neutralizarlas a través del desgaste y un par de dádivas, debieron rendirse al poder de la evidencia: Chile no estaba frente a un simple estallido; el 18 de octubre Chile inició un proceso constituyente. Además, entendieron que la posición de ambos actores por separado es en extremo débil frente a la fuerza de un pueblo constituyente que sigue con su “primera línea” en las calles. La única forma de enfrentarlo, por tanto, es uniéndose. Por nada más, la madrugada del 15 de noviembre firmaron un pacto que llamaron “acuerdo por la paz”. Y con esto se inicia el tercer momento del proceso, en el que estamos actualmente.

Pese al gran triunfo que supuso haberle impuesto el proceso constituyente al resto de los actores, el pueblo disolvente/constituyente ahora enfrenta el desafío de avanzar en su proyecto ya no frente a dos fuerzas débiles y desorientadas, sino frente a una única que, producto de la unión, se ha fortalecido y se ha propuesto ya no frenar, sino conducir el proceso. El “acuerdo por la paz” hizo síntesis entre el gobierno y su coalición, de un lado, y la concertación/parte del frente amplio/unidad social, del otro, en un nuevo actor que representa y defiende prácticamente a todos los principales intereses protegidos por la institucionalidad actual: gran capital transnacional, grupos económicos y burguesía nacionales, partidos políticos con representación parlamentaria, principales iglesias, las burocracias sindicales, fuerzas armadas y de orden, pequeñas burguesías comerciales y otras enquistadas en el Estado. En resumen, el “acuerdo” es la respuesta, la reacción del poder constituido.

La contradicción que gobierna este tercer momento del proceso, entonces, es la que opone al sujeto constituyente en las calles y al poder constituido de los intereses imbricados en el orden neoliberal hoy arrinconado. Probablemente es la contradicción que gobernará todo el resto del proceso. Los escenarios futuros se definirán por las luchas entre ambos. Y el resultado del proceso constituyente también.

 

* El autor es sociólogo. Director de Investigaciones del Centro de Estudios para la Igualdad y la Democracia – CEID (Santiago, Chile). Integrante de El Trokinche, colectivo de pensamiento anticapitalista. Twitter: @ego_ipse

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.