“Una imagen vale más que…”

El viejo apotegma periodístico cobró total sentido este 31 de agosto de 2021: La fotografía en tétrico verdi-negro tomada con visor nocturno al último soldado estadounidense en abandonar Afganistán minutos antes de la medianoche del lunes 30, confirma que los dichos populares pueden convertirse en la visión sincopada de una realidad brutal.

El viejo apotegma periodístico cobró total sentido este 31 de agosto de 2021: La fotografía en tétrico verdi-negro tomada con visor nocturno al último soldado estadounidense en abandonar Afganistán minutos antes de la medianoche del lunes 30, confirma que los dichos populares pueden convertirse en la visión sincopada de una realidad brutal.

La imagen del mayor general Chris Donahue, comandante de la 82ª. División Aerotransportada del Ejército de EE. UU., distribuida por el Pentágono este martes,  fue tomada con un dispositivo para la visión nocturna desde una ventanilla lateral del avión de transporte C-17, mientras el militar avanza a grandes zancadas, fusil en ristre,  hacia el pájaro de guerra que le espera con los motores atronando y listo para despegar en la pista del aeropuerto Hamid Karzai de Kabul. Ahí y entonces, Estados Unidos puso fin a la estéril ocupación militar de 20 años en Afganistán, sin lograr cumplir con el argumento que le sirvió de base para invadir al país mezoasiático: derrotar al Talibán.

Horas antes, en el Pentágono, durante una rueda de prensa en la que intervino de forma telemática, el jefe del Comando Central de EE.UU. (CENTCOM), general Frank McKenzie, anunciaba que en este “expreso de medianoche” definitivamente final,  viajaba también el embajador en funciones en Kabul, Ross Wilson. Así, entre sombras y sin ceremonia (porque las derrotas no se celebran), Washington culminaba la retirada desde Afganistán y el fin de la desesperada misión para evacuar a ciudadanos estadounidenses, nacionales de terceros países y afganos “vulnerables”, como eufemísticamente llama la Casa Blanca a los colaboradores nativos que le prestaron servicios en diverso grado y condición.

Lo cierto es que Afganistán ha sufrido en los últimos cuarenta años, treinta de ocupación militar y ha terminado siendo conocido como “el cementerio de los imperios”. Entre diciembre de 1979 y febrero de 1989, el Ejército Soviético apoyó militarmente a las fuerzas armadas de la República Democrática de Afganistán, que postulaba un proyecto de sociedad socialista, en su lucha contra los insurgentes muyahidines, grupos de guerrilleros afganos islámicos que, a su vez, eran apoyados por potencias occidentales y, en especial, por Estados Unidos, que les proporcionó ingentes cantidades de armas y dinero. La presencia militar durante 10 años del Ejército Rojo en Afganistán, y el avance de los extremistas islámicos apoyados por razones más de estrategia geopolítica y económica que ideológica por el occidente capitalista, se saldó también con una salida poco airosa de los rusos encabezados por el general soviético Boris Gromov, en 1989.

Empero, hay que recordar que la dura orografía del territorio afgano, de 652.000 km2 de superficie y con la cordillera del Indu Kush que se extiende como lomo transversal a través de unos 600 kilómetros de su rugoso suelo, ha servido de escenario milenario para conquistadores y comerciantes que trasladaban sus tropas o sus mercancías entre Oriente Medio y la India y viceversa. Este corredor natural fue el mismo que anduvo Alejandro Magno 328 años antes de Cristo. Pero, actualmente, Afganistán es un cruce de rutas fundamentales en Asia. De tal modo que el Estado afgano está condicionada en gran parte por las dificultades en las comunicaciones entre las distintas provincias, lo que unido a un clima continental de gran dureza en invierno favorece la importancia de las tribus locales frente al gobierno central y, como quedó demostrado con el avance de los talibanes, con frecuencia limita la acción del Estado a la capital y su entorno.

Esto explica que la orografía favorezca tradicionalmente el uso de la guerrilla en poblaciones que, en la profundidad de los valles, necesitan prioritariamente gestionar de forma autónoma su seguridad. De allí que a los muyahidines les sea sumamente fácil encontrar refugio entre una población, pues el propio Estado es incapaz de facilitarle los servicios que, como la seguridad, debería proporcionarles. Y como las  fronteras exteriores fueron fijadas arbitrariamente por Gran Bretaña en el siglo XIX., en medio de su disputa con el Imperio Ruso. Hasta hoy, ellas carecen de cualquier tipo de control siendo proclives al tráfico ilegal de armas, drogas y personas.

Así, soviéticos y estadounidenses no han podido con una realidad que les es tan ajena como poco comprensible y han debido, con mayor o menor decoro, dar un paso al costado. Claro que nada tan deshonroso como la calamitosa derrota sufrida en la primera guerra anglo-afgana de 1842, cuando la gloria del Imperio Británico fue barrida por el huracán por los muyahidines como polvo del desierto.





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