Con candidez o franco sarcasmo hay quienes aseguran que la misión de los seres humanos en la tierra es la búsqueda de su felicidad. Hasta una encíclica papal relativizó hace algunos décadas lo que es para todas las religiones un verdadero dogma en cuanto a que no es en “este valle de lágrimas” donde podemos encontrar la dicha, sino en la vida eterna, después de la muerte y una existencia más o menos ejemplar en la fe y en la renuncia a las más mundanas tentaciones. Más de 20 siglos de iglesias y sectas que han competido por ganar feligreses y consolidar bienes terrenales dejan un balance aterrador en guerras fratricidas, horrores y escándalos en nombre de Dios. De la misma forma en que los mesianismos políticos han frustrado una y otra vez la confianza y el sacrificio de los pueblos.
La historia, en este sentido, la han conducido seres tan desquiciados como Hitler, Stalin o los Pinochet, aunque sus más bellas páginas se refieran a la osadía de los héroes y revolucionarios, cuyas vidas en el común de los casos concluyeron en tragedia o en el ostracismo. Cuando los pueblos logran imponer los ideales de igualdad y justicia social, en menos de un abrir y cerrar de ojos los traidores aplican en el poder las ideas y métodos de los antiguos tiranos. Son tan cortos los sueños que van edificando las sociedades, como largas las pesadillas en que deviene siempre la lucha por un mundo mejor y más feliz.
¿Es que tendríamos que escapar a una regla tan expresiva de nuestro ambiente natural? ¿No es acaso la ley del más fuerte, del más astuto, la que se imponen en el macro y el microcosmos de todo lo que observamos? ¿Si incluso en la magnífica contemplación de las bellezas naturales debemos asumir constantemente la furia telúrica y tantos otros cataclismos? ¿No hemos condenado, acaso, a nuestras propias ciudades a un infierno de riesgos para nuestra existencia social e individual?
Somos, por supuesto, una especie distinta dentro de todo lo que existe. Tenemos rangos de libertad mucho más amplios que los de las especies animales y vegetales. Sin embargo, es la bitácora de todo nuestro comportamiento lo que nos señala lo pretensiosos que podemos ser cuando nos asumimos “a imagen y semejanza del Creador”, en la que posiblemente sea una de las más sacrílegas expresiones de nuestra soberbia. Idea que se resiste a aceptar nuestras limitaciones intelectuales y somáticas. Y de donde concluyen los astrónomos, por ejemplo, cuando nos advierten que, a lo más, la aventura humana en el espacio podría llevarnos hasta la luna, el planeta Marte o nuestro ínfimo sistema solar. Simplemente porque nuestros tiempos no pueden compatibilizarse con las distancias siderales.
Pero a pesar del desmoronamiento reiterado de tantas ilusiones históricas, tal parece que la vida es más propicia en la edificación de nuevas utopías. Muy probablemente sea en la ausencia de ideales y causas de lucha que la humanidad se manifiesta más desdichada e insegura. Quizás esto explique que en los que se cansan de ser conservadores y moderados muchas veces irrumpan aires de renovación, mientras que los vanguardistas se apoltronan en el poder y sus consabidas corrupciones. En el pragmatismo o postmodernismo rampantes, centenares de países y millones de seres humanos viven sumidos en el hedonismo y en una rutina de satisfacciones fútiles que, finalmente, despiertan nuevas carencias, desdichas y adicciones. Al mismo tiempo que otros millones de seres parecen resignados a su lacerante sobrevivencia, más que a sufrir nuevos riesgos, tragedias y decepciones.
Con todo, la naturaleza humana no está hecha para sumirse mucho tiempo en el conformismo o desencanto. De allí que resulte tan alentador que, cuando millones de jóvenes duermen en la apatía, el exitismo personal y la falta de compromiso, unas decenas de navegantes solidarios tomen el riesgo de desafiar el avieso propósito de un país de confinar a otro en un campo de concentración. Quizás resulte de este acto de rebeldía un nuevo despertar de la conciencia mundial, tan rendida en lo que va del siglo a una realidad de inequidades e iniquidades que nos parecen más trágicas, todavía, que esa terrible rutina de conflictos, traiciones y desilusiones. Porque de lo que se puede estar seguro es que nuestra infelicidad endémica de todas maneras se hace más llevadera empinándose sobre los horizontes actuales.