La guerra que volvió a la urbe

  • 13-08-2010

El coche bomba que estalló ayer en el barrio norte de Bogotá, después de una larga tregua urbana, tuvo un claro objetivo político: boicotear los esfuerzos del nuevo Presidente colombiano Juan Manuel Santos y de los gobiernos venezolano y ecuatoriano por desactivar los conflictos trabados entre las tres naciones.

Establecido el móvil, falta identificar al autor. La guerrilla de las Farc, que  opera desde 1964, tensionando en forma creciente los espacios fronterizos, es acaso la que menos sospechas debiera despertar ahora, por la rama de olivo tendida por el máximo jefe del grupo guerrillero, Guillermo Sáenz, alias “Alfonso Cano”, una semana antes que Santos asumiese el mando. Una oferta para negociar que el Mandatario acogió positivamente.

Quedan entonces en la lista los “espontáneos”, aquellos adherentes de la insurgencia que se desmarcan de las jefaturas; los narcotraficantes, y las bandas paramilitares. Estas últimas pueden confundirse, en algún lugar del espectro partidario, con los “uribistas”, aquellos nostálgicos prematuros del gobernante saliente que pugnaron por su segunda reelección. Desde luego que el propio Alvaro Uribe alentó ese juego inconstitucional, primero no descartando un tercer mandato y luego llevando ante la OEA y la Corte Penal Internacional sus rencillas políticas con el Presidente de Venezuela Hugo Chávez.

Estas acciones en órganos multilaterales parecieron fríamente calculadas por un político que no va a renunciar al capital ciudadano que le otorgan las encuestas de popularidad y que ve el camino abierto para volver a la Presidencia. El sabía que su denuncia de alojamiento venezolano a las Farc era inconducente, porque la verificación internacional necesitaba el asentimiento de Caracas y así, por lo demás, lo acaba de aceptar el nuevo gobierno instalado en Bogotá. Quedaba el efecto provocación y Uribe encontró lo que buscaba: la furibunda reacción de Chávez, que dispuso la inmediata ruptura de relaciones.

Pero el caudillo bolivariano se permite todas las volteretas propias de un gobernante mesiánico y si ayer trató de “mafioso” a Santos, a tres días de asumir éste lo obsequió en Santa Marta con una reanudación de lazos diplomáticos tan intempestiva como la ruptura del 2 de julio último, prometiéndole, además, el pago de la deuda de unos 800 millones de dólares a los exportadores colombianos.

Y con su socarrón estilo insistió en que “no apoya a la guerrilla colombiana”.  Si lo hiciera, en sus 11 años de gobierno “ya tuviera resultados”. Hoy, argumentó, la cosa es con voto: “En Nicaragua, El Salvador, Guatemala y Uruguay los gobernantes fueron guerrilleros, abandonaron las armas y ganaron el poder por las urnas”.

Las sonrisas entre el aguerrido comandante Chávez y el ex duro ministro de Defensa Santos acaso estén llevando a extremistas de derecha o izquierda a descolgarse de estos referentes y a quedarse con la práctica del terror,  como el que ayer se trasladó de la selva a la urbe y sacudió a mil edificios de Bogotá.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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