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Pueblo mapuche y construcción histórica


Martes 2 de agosto 2011 11:40 hrs.


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Hace casi un año, justo cuando se cumplían dos meses de huelga de hambre mapuche, fue publicado mi ensayo “La Realidad del Pueblo Mapuche en el Chile del Bicentenario”. Por entonces me llamó profundamente la atención la ignominiosa apatía que, respecto de este importante hecho histórico, denotaban diversos medios de comunicación y buena parte de la población nacional.

El tiempo ha transcurrido y hoy, siendo julio de 2011, podemos afirmar haber observado un escenario semejante: la abierta e injusta animadversión del Estado chileno en contra del mapuche, una nueva huelga y la misma apatía generalizada de medios controlados por la élite, todos los cuales siguen privilegiando en sus minutos y páginas situaciones tan repletas de “contenido” y “zumo intelectual” como la boda del príncipe inglés, el fútbol (incluida, claro está, la venta de Alexis), la farándula, las telenovelas y, ciertamente, los deprimentes “realitys”, todo lo cual, al menos, ha alcanzado el cuestionable mérito de haberse constituido en el más potente somnífero social.

En este contexto tan poco alentador, en especial para el mapuche, no pocos se preguntarán por la rara esencia que posibilitó, y sigue posibilitando, que un pueblo indígena  como éste, pese a los reveses militares, económicos y culturales que ha experimentado en el tiempo en manos de españoles y chilenos, continúe defendiendo su derecho a labrar su propia historia con un encomiable carácter digno, pleno y activo, al extremo que para las autoridades políticas del Chile actual, las mismas que suelen jactarse de cierta supuesta modernidad, se ha convertido en un gran e insoluble dolor de cabeza. Pues bien, sin pretender ser definitivo, creo que es posible encontrar algunas respuestas al problema planteado tras escudriñar en la filosofía de la historia.

Tal como ya he señalado en otros ensayos, suele ser costumbre confundir historia con historiografía. Por tal razón, dado que tal ambigüedad subsiste, parece pertinente insistir en que el concepto historia corresponde a hechos racionales que los seres humanos realizamos todos los días. Siendo así, es perfectamente correcto sostener como ejemplos de hechos históricos el acto de levantarse por las mañanas, el desayunar, el leer un libro, el levantar un vaso o, en fin, el acariciar a nuestros amores. Todos estos actos, en la medida que medie la razón, ciertamente constituyen hechos históricos. Sin embargo, de seguro existirá consenso en que ninguno de los ejemplos señalados, u otros de magnitud semejante que pudiesen venirse a la mente del lector, acaparará la atención de un historiador y, por lo mismo, ningún libro de historia recogerá en sus páginas el hecho de que Juan se haya levantado hoy a las 8:00 hrs, mientras que paralelamente Pedro estuviese desayunando, no. En realidad, los textos de historia recogen hechos cuya importancia y trascendencia es transversalmente compartida, ya sea por la cantidad de personas que involucra, por el carácter mundialmente inédito que pudiese contener, o bien, por tratarse de un hecho clave a la hora de explicarse el desenvolvimiento de un proceso histórico mucho mayor, aunque imperceptible para sus contemporáneos. Tal es el caso, por ejemplo, de una elección presidencial, de un Golpe de Estado, de las últimas manifestaciones  estudiantiles que, desde mediados de 2011, han sacudido el “status quo” de los privilegiados chilenos; de las reformas agrarias; de las invasiones imperialistas estadounidenses; de la invención de los antibióticos; etcétera. Todos estos sucesos acapararán la atención de historiadores y otros cientistas sociales y, en consecuencia, proveerán material más que suficiente para atiborrar de contenido y reflexiones cientos de miles de páginas en múltiples textos humanistas. En tal caso podemos hablar con toda propiedad de historiografía, esto es, los hechos históricos que sí son registrados por los historiadores.

En suma, como corolario de lo que llevo señalado, puede sostenerse que todos los seres humanos, en cuanto creaturas racionales, hacemos historia todos los días y a cada instante. No obstante, no todos estos hechos serán objeto de historiografía.

En la misma línea conceptual me parece oportuno plantearnos una interrogante crucial; considerando que la historia se encuentra necesariamente precedida de un ejercicio racional y, teniendo en cuenta que los seres humanos somos seres racionales, ¿es posible afirmar que todos los humanos somos seres históricos?

Se trata de una cuestión de la mayor importancia, pues, tal como esbozo en el título del presente ensayo, aparentemente la historicidad no es propia de todos. Avancemos, pues, en el sentido planteado.

A mediados del siglo XX el célebre pensador rumano, Mircea Eliade, regaló al mundo una de sus obras maestras: “El Mito del Eterno Retorno”. Se trata de un pequeño y maravilloso libro donde una de las principales ideas gira en torno a la realidad antropológica de culturas antiguas, la mayoría de las cuales experimentaba un profundo temor al futuro, al cambio y, en definitiva, a la elaboración de hechos históricos que pudiesen poner en peligro la frágil estructura social en que se desenvolvían permanentemente. Sólo un temor semejante al futuro podría explicar el hecho según el cual estos pueblos, al concluir sus años calendarios, solían practicar ciertas purgas espirituales y corporales que les hacía más asimilable el detestable e inevitable inicio de un nuevo período, como cuando azuzaban un macho cabrío para que cruzara la aldea raudamente, a la vez que timoratos habitantes le arrojaban toda clase de ofensas verbales y físicas. Claramente el animal iba cargando sobre sí la totalidad de las vivencias negativas acopiadas durante el año que finalizaba, de modo que con su sacrificio se iniciaría la nueva etapa en condiciones inmaculadas y en armonía con lo metafísico. ¿Y cómo serían los actos humanos durante el nuevo período? Pues, igual que siempre, procurando no hacer historia, esforzándose por no modificar nada, manteniendo inalterable el eterno retorno garante de toda sobrevivencia.

En este punto habría que preguntarse cuántos de nosotros, mujeres y hombres del siglo XXI, hijos de la ciencia y serviles esclavos de toda clase de tecnologías, cuántos de nosotros digo, realmente gozamos de historicidad, vale decir, cuántos de nosotros realmente elaboramos consciente y racionalmente nuestra propia historia en el día a día, o bien, por el contrario, cuántos de nosotros apenas diferimos de la actitud temerosa y a-histórica que nos relata en sus textos Mircea Eliade.

Sé que una pregunta semejante resultará completamente antiestética y aun ofensiva para muchos de mis lectores. Sin embargo, todos ellos quedan excusados de sus reacciones altaneras; después de todo, ¿alguien podría culparlos de ser encarnaciones vivientes del sobreestimado racionalismo europeo que nos legara Descartes, Kant y, ciertamente, toda esa pléyade de iluminados tales como Voltaire, Rousseau, Montesquieu y Smith, quienes, bajo el sutil pretexto de propugnar libertad, no hicieron más que dedicar sus vidas a otorgar sustento teórico al arribo al poder de la alta burguesía, poder que, dicho sea de paso, ahoga al mundo hasta nuestros días?

En mi opinión la verdad podría ser poco estética, pero irrefutable: por mucho que no pocos se vean invadidos por la altanería racionalista, lo cierto es que no somos más que la versión mejorada respecto del estado de temor que experimentaban los pueblos antiguos de Eliade. De otro modo no tendrían explicación algunos rituales de año nuevo como el ya célebre abrazo, las lentejas, el color amarillo en ciertas ropas, los fuegos artificiales, los sonoros destapes de champagne, las oraciones, los rezos y quién sabe qué otras sutiles y escondidas manifestaciones de disimulado pánico por lo que se viene, por lo incierto, por lo que nadie ni nada puede garantizar.

Pero, estoy dispuesto a conceder el beneficio de la duda y a suponer que todos los ejemplos nombrados no responden a un genuino temor al futuro, sino más bien a la costumbre. Supongamos que cada año, cuando estamos “ad portas” del inicio del nuevo período, los seres humanos realizamos ciertos rituales culturales exclusivamente por imitación, porque los aprendimos de nuestros ancestros o porque nos vimos inconscientemente arrastrados a realizar ciertos actos  sólo por corresponder gentilmente a quienes nos invitaron. En definitiva, descartemos entonces estas posibilidades como prueba de nuestra a-historicidad moderna. Olvidémonos del año nuevo y todo su jolgorio asociado y preguntémonos si existe alguna otra posibilidad que realmente respalde nuestra propuesta. La respuesta es sí, y radica fundamentalmente en focalizar con mayor rigor nuestra atención en dos antónimos ya expuestos; me refiero a los conceptos de historicidad y a-historicidad.

En realidad, sigo sosteniendo que muchos de nuestros contemporáneos, pese a ser seres racionales, carecen de historicidad. Se trata de millones y millones de seres que realmente no deciden sus historias, sino que se limitan a replicar las decisiones de otros. Para Ortega son “masa” (“La Rebelión de las Masas”), para Bakunin son “productos e instrumentos que reproducen servil y rutinariamente pensamientos y prejuicios ajenos” (“Dios y el Estado”), para Horkheimer son seres que asimilan inconscientemente la cultura de la clase dominante traspasada a través de la familia, la escuela y los medios de comunicación (“Filosofía Tradicional y Filosofía Crítica”), en fin, para Nietzsche son criaturas que replican sin cuestionamiento alguno la moral establecida (“Genealogía de la Moral”).

Es en este deprimente contexto que adquiere notoriedad, trascendencia, belleza y paradigmática admiración, la actitud mapuche. En efecto, perfectamente el mapuche podría haber caído arrastrado por la enorme e imprevisible ola de la historia, como de hecho ocurre a la mayoría de quienes nos rodean,  incluidos no pocos miembros de esta etnia originaria. De haber sido así, la disposición vital no habría diferido en nada de la de los pueblos del eterno retorno; conformidad, quietismo, pasividad, a-historicidad. En cambio, el mapuche, consciente de haber sido despojado de sus tierras, consciente de la animadversión del Estado chileno, consciente de ser víctima de una desigual aplicación de la ley, consciente de ser orgullosos creadores de una cultura que día a día es torpedeada por la élite chilena, simplemente toma decisiones henchidas de historicidad y valentía, asumiendo resueltamente la recuperación digna de sus tierras.

A la luz de lo expuesto en el párrafo precedente puedo afirmar con plena seguridad que, mientras la mayoría de los chilenos vive, o sobrevive, en el tortuoso mundo del eterno retorno, apenas replicando en sus hogares o en sus puestos de trabajo lo que la clase dominante valida como correcto y civilizado, el mapuche ha decidido construir el futuro con sus propias manos, del mismo modo que lo han hecho esos cientos de miles de estudiantes, profesores y trabajadores que, cada cierto tiempo y, llevados de encomiable historicidad, repletan la Alameda de historia. Y téngase presente que no se trata de cualquier historia, sino de una que sin duda será objeto de historiografía, pues la protesta ha logrado poner en jaque a los poderosos, a los privilegiados de siempre que desean “conservar” las cosas como están, a quienes abogan por el eterno retorno que sólo favorece a unos pocos.

Creo, por último, que la disposición mapuche ha resultado ser particularmente fundamental en cuanto ejemplo de historicidad y elemento motivador de actitudes semejantes en otros segmentos de la sociedad chilena, al igual que lo fue la denominada “revolución pinguina de 2006”. De ahí la importancia de que la investigación seria (que no es precisamente la academia) dedique más tiempo y más páginas a la singularidad mapuche, pues perfectamente podríamos encontrar en ella algunas aristas que con el correr del tiempo pudiesen constituirse en factores coadyuvantes del cambio histórico global.