En un país dominado políticamente por las ideas de derecha, las demandas sociales son descalificadas o consideradas imposibles por quienes están instalados en el Gobierno y en el Parlamento pese a sus bajísimos niveles de respaldo popular. Situación tan bien expresada en las últimas encuestas y ese 40 por ciento de mayores de edad no inscritos en los registros electorales y desencantados por un sistema que restringe severamente los derechos ciudadanos. Los dirigentes que fueron adictos a la Dictadura, junto a los que después sacralizaron la herencia pinochetista en más de dos décadas de gobierno, se oponen o advierten la dificultad de implementar los cambios exigidos por los actores educacionales, los medioambientalistas, los auténticos líderes sindicales y ese sinfín de organizaciones que representan a los millones de indignados chilenos que, además, se saben estafados por el sistema financiero, las multitiendas, como las administradoras privadas de salud y de servicios básicos.
Es así como la autodenominada clase política se opone tenazmente a la gratuidad de la educación pública, pese a que en el pasado fue considerada una gran conquista social y un factor determinante en los objetivos de crecimiento, justicia social y consolidación republicana, pero cuya institucionalidad fuera acribillada, en 1973, por la asonada militar más violenta y criminal de nuestra historia. Es decir, cuando la oligarquía sintió que la democracia pondría fin a sus privilegios y abusos y se propuso recuperarlos en el ejercicio prolongado de una Dictadura, que apeló al terrorismo de estado y a una estrategia económica que ha acabado por convertir a nuestro país en uno de los más desiguales de la Tierra.
En la contrarreforma impuesta durante el autoritarismo y el post pinochetismo se acabó con la educación igualitaria y se decidió convertirla en un lucrativo negocio privado. De esta forma, es que el Estado renunció a su papel tutelar y el país se pobló de de establecimientos educacionales y universidades en que el lucro perseguido por los nuevos patrones de la educación rebajó notablemente los niveles de la enseñanza, llevando a una postración todavía peor a los establecimientos fiscales primarios y secundarios. Aunque en la Educación Superior la excelencia de algunos planteles estatales todavía supera a la de aquellas entidades que en la práctica sólo comercian con títulos profesionales y especulan hasta la indecencia de los recursos públicos recaudados por las becas y el usurero crédito con aval de estado otorgado a sus alumnos. Planteles, sin duda, que no se someten a acreditación, carecen de carrera académica y los procesos de admisión sólo son rdegulados por la capacidad de pago de los postulantes.
En el deterioro comprobado de los niveles de instrucción, la especulación escandalosa respecto de un derecho universalmente reconocido, el pavoroso esfuerzo y endeudamiento de las familias para hacer frente a la educación, es donde se funda la decisión de maestros, estudiantes padres y apoderados por reclamar del Estado la revitalización de sus colegios y universidades , la gratuidad de tan fundamental derecho y la buena calidad del mismo. No se trata solamente de demandar del fisco mayores recursos y acciones para mejorar la formación de los profesores o la infraestructura de los establecimientos; la masiva demanda social debe mantener y acrecentar presión hasta lograr que todos los niños y jóvenes dejen de ser discriminados por la educación desigual y accedan sin costo a todos los niveles de instrucción.
Es lo que sucedía en Chile cuando éramos mucho más pobres y con carencias más severas que las actuales. Es lo que acontece hoy en países más ricos o, incluso, con menos recursos que el nuestro, pero que son reconocidos como ejemplo por el buen nivel cultural de sus pueblos. Naciones en que, por lo demás, la salud es también gratuita y al alcance de todos, cuanto que el erario público subvenciona el transporte y los servicios básicos para garantizar su acceso igualitario a toda la población.
Lo que también podría ser una realidad en este país si se emprenden otros cometidos hoy desestimados por la ideología oficial y los políticos seducidos todavía por las fracasadas directrices neoliberales. Nos referimos a una reforma tributaria que limite las groseras utilidades de las empresas o la recuperación de nuestros yacimientos estatizados algún día por la unanimidad del Congreso Nacional. Porque nuestras multimillonarias reservas en el extranjero perfectamente podrían financiar con creces las necesidades urgentes de la educación, la reconstrucción y, por supuesto, inversiones que generen trabajo digno y sostenido, pero ¿cuánto más podríamos lograr si las transnacionales devolvieran los yacimientos, el usufructo de las aguas, de los servicios energéticos o, al menos, pagaran impuestos que no agredan nuestra pretendida soberanía y dignidad política.
Debiera ser un imperativo ideológico, además, terminar con las diferencias entre estudiantes pobres o ricos. Lo saludable es que unos y otros accedan a los mismos derechos, dado que ya sus padres tributan más o menos según sus ingresos, y pagan sus impuestos al Estado sin remilgos cuando saben que éste recauda para ofrecer servicios eficientes para toda la población. Es lo que ocurre en Finlandia, Suecia y tantos otros países en que las escuelas, las universidades, los hospitales, los medios de comunicación, la movilización colectiva, las manifestaciones de la cultura, del arte y del deporte son asequibles a todos. Y la educación privada o las clínicas particulares pueden existir libremente pero muy difícilmente alcanzan niveles superiores a la oferta pública e igualitaria.
Reformas que nuestro país puede y debe emprender en el propósito, además, de acabar con las flagrantes desigualdades en el ingreso de las personas y las familias, donde el elevado ingreso per cápita del país es alcanzado por una ínfima minoría de los trabajadores. Si es que los sectores realmente progresistas y humanistas asumen la idea de que la concentración económica es un delito social y las enormes brechas del salario una provocación a la sana convivencia. Si es que se asume que todos somos sujetos de los mismos derechos, como que los ideales republicanos y la práctica democrática no pueden alcanzarse sin ciudadanos cultos e informados. Así como la paz nunca será alcanzada con la represión policial y con este desprecio tan grosero que hoy la política manifiesta contra las aspiraciones expresadas multitudinariamente.