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¿Cuál democracia representativa?


Martes 13 de diciembre 2011 11:14 hrs.


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Uno de los aspectos menos bullados, pero muy intenso, de la última elección FECH es una dicotomía que existe entre las listas más votadas (dicotomía falsa a mi entender) respecto al tipo de democracia al que se aspira: directa versus representativa.

Desde el pingüinazo del 2006, alineados con la desconfianza hacia la clase política, se empezó a hacer evidente en Chile que los jóvenes no estaban por delegar funciones políticas en representantes, prefirieron, en la mayoría de momentos, largas discusiones en asambleas en las que las decisiones eran tomadas y posteriormente los “voceros” simplemente comunicaban al mundo exterior lo que las “bases” decidían.  Más aún, la masiva falta de inscripción en los registros electorales hoy más bien sugiere incredulidad por el sistema representativo que una falta de preocupación por lo que ocurre con la sociedad: los no inscritos quieren participar “de otras formas más directas” y diera la impresión de que las redes sociales virtuales hacen factible esa participación.

Llevado al extremo, ese raciocinio es el que lleva a clamar por plebiscitos a nivel nacional para decidir los aspectos más cruciales de las políticas públicas; en ese sentido, la mayoría del país quiere una consulta popular para que, de una vez por todas, Chile decida (vía democracia directa) si acaso es aceptable o no lucrar con el proceso de Educación.  No veo cómo cuestionar la legitimidad de aspirar a dicho plebiscito.

Para variar, sin embargo, la verdad no es “ni tan tan ni muy muy”.  No existe un ejemplo de sociedad con democracia absolutamente representativa ni otra con una democracia absolutamente directa, existen sociedades con matices que propenden más hacia un modelo o hacia otro.

Así las cosas, lo más triste del proceso chileno es que hemos llegado a un enorme descrédito de la democracia representativa sin haber vivido una.  Porque hay buenas democracias representativas en donde los representantes sí representan a sus representados, cosa que en Chile no ocurre.  Pero por sobre todas las cosas, en las buenas democracias representativas los malos representantes no permanecen en sus cargos de representación.

No me quiero extender sobre el tema latamente discutido de lo malo que es el sistema binominal para elegir verdaderos representantes.  Menos aún quiero perder tiempo en lo absurdo que resulta el mecanismo de sustitución de los miembros electos que ha llevado a que existan unos cuantos diputados y senadores que jamás han ganado una elección, para los ciudadanos de países desarrollados eso resulta inverosímil (créanme, lo he comprobado).

No, hoy quiero insistir en la vieja máxima de la abuela que dice que antes de decir que no nos gusta la acelga, hay que probarla.  Para decir que no nos gusta la democracia representativa, primero probemos con tener una, puesto que aún no hemos degustado su sabor.  Uno de los ejemplos que más me agrada citar es lo ocurrido en 1992 en Brasil: la ciudadanía salió a las calles con sus rostros pintados a exigir la renuncia del Presidente hasta que, agobiado por un proceso de impugnación absolutamente legal (impeachment), Fernando Collor de Mello, Presidente del Brasil, terminó renunciando.  Y, ojo, el sistema brasileño está lejos de ser uno de los mejores, pero tienen aquello que a Chile le llora: mecanismos de control directo sobre sus representantes.

Sucede que los jóvenes tienen razón en una parte del problema de fondo: siempre existirá el riesgo de que los representantes lleguen corrompidos o se corrompan durante el ejercicio del poder.  Pero eso no puede ser un motivo para querer que todas las decisiones del bien común deban ser adoptadas por votaciones porque nos pasaríamos la vida votando.  Por esa razón necesitamos un Parlamento fuerte y validado ante los electores.  Y la mejor manera de conquistar esas cualidades es que existan mecanismos para remover a los parlamentarios de sus cargos si es que se comprueba que ya no son representativos.

Así, personajes que subarriendan inmuebles haciéndolos pasar por sedes distritales habrían sido impugnados hace rato.  O nos veríamos libres de inútiles que sugieren a los líderes estudiantiles que “se armen otro viajecito a Europa para reclamar en París”.  Probablemente ya no serían diputados esos rostros-de-madera que teniendo participación en negociados de educación privada siguen votando en contra de las reformas que la ciudadanía clama.  Y seguramente los parlamentarios que pertenecen a las siete familias dueñas de los derechos de pesca y que una y otra vez han perjudicado a Chile con sus concesiones pesqueras habrían dejado de esquilmar nuestros derechos.

Notable ha sido el ejemplo que los propios estudiantes nos dieron respecto al control que “las bases” tienen sobre sus elegidos: Camilo Ballesteros, presidente de la FEUSACH, tuvo que enfrentar un duro proceso interno de control porque le reclamaron haber dejado de hacer lo que tenía que hacer.  El hecho de que fuera ratificado en su cargo, a estas alturas es anecdótico: lo notable es que esta nueva generación está construyendo en los hechos la nueva democracia que nos merecemos.

La ciudadanía está cansada de esta “democracia tutelada” en donde cada cuatro años se le exige optar por dos malos candidatos y para colmo no incidir sobre lo que esos malos representantes terminan haciendo en el Congreso.

Un problema distinto es si el cambio en la estructura del poder se logra “batallando desde adentro” o “rompiendo con todo para reconstruir de nuevo”, otra de las disyuntivas que los jóvenes están encarando y que queda para otra columna posterior…

Jonás Chnaiderman
Académico de la Universidad de Chile y miembro del Senado Universitario