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Por un debate a cielo abierto

Columna de opinión por Antonia García C.
Viernes 8 de febrero 2013 13:27 hrs.


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“No estamos solos”. Me es grato comenzar por esa frase que no me pertenece. Hoy no voy a dar nombres. Hoy prefiero callar. Dar por sentada cierta complicidad. En definitiva, ¿por qué cita uno? No me atrevería a dar una respuesta. Hay infinidad de razones para citar y, también, para no hacerlo. En mi caso, cuando cito es una manera de recordar: “no estamos solos”. Porque lo que se puede llegar a pensar –bien o mal– no se agota en uno sino que es el resultado parcial de una serie de encuentros, de roces, de interacciones. Hablando de interacciones y a modo de post-data a la última columna, quisiera acotar: recibí las “cartas”, las recibí tal cual me fueron enviadas, con los mismos sentimientos. Más allá del ejemplo utilizado –la relación epistolar como relación literaria– acaso no esté de más subrayar que lo que importa es la calidad del intercambio. Es decir la calidad de ciertas formas de comunicación y no sólo sus medios. Porque la calidad de la comunicación entre los seres humanos no es, o no es necesariamente, proporcional a los medios que se tiene. La columna de hoy prolonga y desvía esa reflexión llevándola a otro sitio. A la plaza.

Aunque la plaza que tengo en mente tiene nombre, bancos y arbolitos, conviene mencionar el rol que han tenido más generalmente las plazas, en diversos lugares, en términos de gobierno. Entiendo por gobierno un dispositivo amplio que, entre otras funciones, tiende a regular los comportamientos dentro de una comunidad. El trazado urbano es parte de ese dispositivo. El dibujo, el mapa. Los espacios que se asignan a tal o cual recinto. La manera en que se delimitan las fronteras internas, externas. Los recorridos practicables y la asignación de recorridos. Es un hecho: no todos vamos a todos lados. Y es posible que gran parte de nuestras identidades socio-políticas se definan en los trayectos que realizamos o no realizamos a diario. ¿Adónde vamos? ¿Cómo vamos? ¿Para hacer qué?

Más específicamente, en nuestras ciudades hispanas, ciertas plazas han funcionado como centros con sus correspondientes edificaciones, símbolos de los grandes pilares del poder. A partir de esos centros se han expandido no sólo las ciudades sino también las normas que iban a regir. Pero la plaza misma puede dictar normas. Y es que, como cualquier espacio donde transitan personas que constituyen una comunidad, las plazas contienen en su diseño un abanico de acciones posibles. Ciertas plazas se prestan, por ejemplo, a las concentraciones multitudinarias. Otras no. Otras han sido diseñadas o rediseñadas para evitar esos encuentros.

Así, tras múltiples modificaciones, las grandes plazas latinoamericanas siguen estando asociadas a una gesta política. La del siglo XIX. La del siglo XX. Fiestas populares. Bombardeos. Rebeliones. Desde esta perspectiva, las plazas han sido también un escenario en donde el pueblo –autorizado o no– ha emergido como pueblo y se ha expresado. Con su voz de pueblo, con su cara de pueblo, con sus manos de pueblo y hasta con sus “patas” de pueblo.

El asunto sucedió el jueves 31 de enero del presente año, a las 19.30 horas en Plaza de Mayo. Duró más o menos sesenta minutos. Según la expresión que se utilizó para convocar al evento, y posteriormente para difundirlo por televisión, se trataba de un debate a cielo abierto. Este debate estaba dedicado a un hecho histórico. La Asamblea del año 1813 que, en Argentina, constituye un hito respecto a temas que hoy calificaríamos de derechos humanos, en especial respecto a la esclavitud y a la emancipación. Tres conferencistas fueron invitados: Hernán Brienza, periodista, licenciado en ciencias políticas; Araceli Bellota, historiadora; Eugenio Zaffaroni, juez de la Corte Suprema. Tras las exposiciones, hubo preguntas del público, presentadas por dos locutores, seguidas de las correspondientes respuestas. El público miraba hacia el Cabildo. Los oradores hacia el Obelisco y la Casa Rosada.

Esto sucedió en una plaza que desbordaba de gente. En una plaza que ha sido uno de los principales escenarios de las conquistas del pueblo argentino y de sus derrotas. En una plaza que fue literalmente ocupada por quienes han tenido la voluntad de permanecer marchando, caminando, todos los jueves: Madres de Plaza de Mayo. Y en esa plaza, tan bombardeada como otras plazas, igualmente sufrida, atacada y defendida, en esa plaza donde las luchas han sido llevadas a cabo de pie, de pronto, ese jueves, todo el mundo se sentó.

Hombres y mujeres. Viejos y niños. Jóvenes. En las primeras filas, rostros conocidos. En las otras, rostros anónimos y sin embargo reconocibles. Rostros de personas con las que uno puede cruzarse a la vuelta de la esquina. También había gente de pie. Pero lo llamativo, lo insólito en ese lugar era la gran cantidad de gente sentada. En sillas. Valga la precisión porque, precisamente, no se trataba de una “sentada”. No era una protesta. Tampoco una fiesta aunque había habido música y estaba previsto que más tarde tocara “Agarrate Catalina”. Era un debate. Exactamente como los que se organizan en los anfiteatros de las universidades o en otros recintos. Salvo que acá no había recinto sino “chapa de cielo en tu techo” dice una canción. Y había además banderas. Banderas que nadie agitaba, banderas en calma como si ellas también hubieran sido convocadas para escuchar con respeto.

El discurso de cada uno de los oradores fue preciso y se completó con el otro. Resonaron en la plaza nombres de próceres que han sido vilipendiados y rehabilitados más de una vez. También se habló de la importancia de pensar colectivamente un hecho histórico. De lo que implica la idea misma de Asamblea, de lo que implica toda Declaración de Principios y de lo que implica querer transformar la realidad.

Estos son algunos de los ejes que se discutieron. El lector interesado puede forjarse su propia idea consultando en Internet el video que restituye íntegramente el debate.

No sé si exagero pero me pareció que el encuentro del 31 de enero de 2013 en Plaza de Mayo no fue menos histórico que el hecho que se estaba analizando. Por lo inédito de la propuesta como dijeron los oradores. Por la calidad de las exposiciones. Por la calidad de la escucha.

Qué bueno debe ser sentirse parte de algo inédito, aunque sea durante sesenta minutos. Qué bueno es que lo inédito de pronto sea algo tan simple como sacar las sillas a la plaza para escuchar al otro. Qué bueno sería si, en todos lados, se pudiera multiplicar las instancias de diálogo, en sus niveles más simples, más directos, más humanos. Qué bueno sería si, en Chile, las plazas pudieran llenarse de sillas para ir a debatir de la educación que se quiere, de la salud que se quiere, de la justicia que se quiere, del país que se quiere. Y también de lo que no se quiere: de lo que no se avala, de lo que no se apoya, de lo que no se tolera.

Qué bueno sería si, en Chile, se pudiera rescatar la palabra. No me refiero a la palabra que insulta, ni a la palabra que promete y no cumple, ni a la palabra que discrimina y constituye en sí un delito o debería constituirlo porque, definitivamente, las palabras también tienen la capacidad de hacer bien y de hacer mal. Me refiero a la palabra como herramienta que tenemos los seres humanos para no desesperar, para proyectar colectivamente un mañana que no necesariamente sea la repetición de las pequeñas y grandes aberraciones de las que somos testigos todos los días.

Y así, con la palabra en mano, qué bueno sería si se pudiera convocar una nueva asamblea. Una asamblea chilena del año 2013. Una asamblea que recuperara como valor ciudadano la irrenunciable capacidad de propuesta. En los más diversos ámbitos,  lejos de personalismos, una asamblea chilena que permitiera encontrarse en torno a ideas, en torno a problemas, en torno a objetivos, en torno a una común voluntad transformadora. Una asamblea que, por lo mismo, sirviera para identificar puntos de convergencia entre personas de diferentes trayectorias o tradiciones. Una asamblea chilena del año 2013 que, generando su propia Declaración, actuara como guía para los que estén dispuestos a trabajar por principios. Primero que nada: por principios. Como fundamento.

No tendría porqué ser tan difícil. Cuando uno lee algunos medios chilenos, cuando uno lee no sólo a los analistas, a los diversos columnistas sino también a los lectores-comentaristas; cuando uno lee, además, a otros que sin expresarse en estos medios, siguen pensando y escribiendo sobre la manera de no claudicar antes las barbaridades del mundo, más allá de coyunturas nacionales; cuando uno escucha, donde le toque ir, a tanta gente trabajadora comentar su realidad, sus dilemas, sus añoranzas, queda perfectamente claro: “no estamos solos”.

Somos muchos los que todavía tenemos aspiraciones. Somos muchos los que estamos dispuestos a lo inédito. Somos muchos los que no queremos ser simples consumidores cuando hasta los comicios tienen algo de supermercado. Somos muchos los que tenemos conciencia del diluvio organizado que, desde hace cuarenta años, nos condena a estar lejos unos de otros, para que no construyamos nada, para que no soñemos con nada, para que no creamos en nada, para que nos quedemos empantanados entre la apatía del presente, los dolores del ayer y cuanta publicidad nos ponen enfrente en calidad de futuro.

 Por eso, quizás, uno de los desafíos sea salir. Sencillamente salir, abrirse, buscar la plaza, buscarnos a nosotros mismos en esa plaza, reconocernos, estrecharnos, sentarnos, debatir.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.