Sobre formación política

  • 02-05-2013

La escena sucedió hace más o menos veinte años, en un instituto de ciencias políticas ubicado en Santiago de Chile. Era la primera clase y la profesora recibió a sus alumnos con la siguiente frase: “aquí se estudia la política tal como es y no tal como debiera ser, quienes tengan preferencia por lo segundo todavía están a tiempo de cambiarse de carrera”. Más de un alumno que tenía clara preferencia por lo segundo se quedó, sin embargo, sentado. Un año y medio después, en otro instituto de ciencias políticas, esta vez en París, el director de la institución recibió a los alumnos con la siguiente frase: “los felicito, son los sobrevivientes de una ardua selección, aquí recibirán una enseñanza de excelencia”.

Este instituto francés había sido creado tras la segunda guerra mundial con el explícito propósito de transformar la política en un oficio. Un oficio que se estudia, se aprende y se ejerce más allá de consideraciones personales sobre tal o cual aspecto de la profesión. Así, una bailarina de ballet no se pregunta si debe o no usar zapatillas con puntas: las usa. Su arte consiste, entre otros, en la manera de usarlas pero no en cuestionar su uso porque sino deja de ser una bailarina de ballet y se convierte en Isadora Duncan. Algo por el estilo pasaba con este instituto donde al igual que en Chile se explicaba, aunque quizás con otros términos, que “aquí se estudia la política tal como es”. Entre los ramos obligatorios: micro y macro-economía, estadísticas, pensamiento político (I, II, III), historia, grandes problemas del mundo contemporáneo, derecho comparado, derecho constitucional. A partir del segundo año los alumnos debían elegir una especialización (servicio público, relaciones internacionales, recursos humanos…). Para los alumnos que de verdad apuntaban a la política esta escuela era sólo una primera instancia y una vez terminado el circuito de tres años (corto pero considerado tan “excelente” que cada año valía por dos) debían postular a una segunda escuela que era la que, en definitiva, determinaba su carrera: la Escuela Nacional de Administración, de la cual salen todavía la mayoría de los políticos franceses.

Paréntesis: es posible que no todos los alumnos que ingresaban a la primera escuela tuvieran clara su vocación política, porque en la lista de ex alumnos, además de ex presidentes de la República y gran cantidad de ministros, figuran unos cuantos escritores, poetas, actrices y hasta un famoso cantante que, además de cantante, supo ser anarquista.

Desde entonces hubo reformas y es posible que el asunto haya cambiado. Pero en esos años para aprobar el “gran oral” (nombre del examen final) había que decir, por ejemplo, que ya no había lugar para políticas soberanas, que la soberanía era un concepto moribundo, que la política en rigor había muerto y que, de últimas, la única que interesaba era la política monetaria. Entiéndase: porque la política es lo que es y no lo que uno quisiera. Ni siquiera se podía plantear la posibilidad de una actitud diferente. Prácticamente con este tipo de razonamiento, Cuba no existía, no había forma de ubicarla en un mapa, en su pretensión soberana, más allá de otras consideraciones. En otro ámbito, gran parte de los estudiantes que frecuentaban “la casa”, como se decía, estaban enfermos y/o con angustias terribles debido al nivel de exigencia de la escuela. Otros, menos enfermos, o más, escondían los libros. No es broma. Esos libros que, en la biblioteca, sólo se prestaban por un día, para que otros no los pudieran sacar. Estos eran los políticos de mañana, los excelentes…

Es posible que la enseñanza formal de la ciencia política haya cambiado en Chile y en Francia. Es posible que hoy sea mejor. Aunque no es fácil determinar lo que sería “mejor” en estos casos. Pero está claro que gente formada con estos conceptos, con estas costumbres, difícilmente puede dedicarse a otra cosa que no sea a repetir siempre lo mismo. En esas condiciones es ley que la política siga siendo lo que es y punto. Ahora bien, en nuestro país, todavía no existe un camino real para la política: una escuela. Una escuela total y absolutamente ineludible. Y esto que pudiera ser considerado un atraso, una desdicha, una falta de seriedad, mirado desde otro punto de vista, puede ser una suerte. En definitiva, en Francia, resulta bastante problemático que políticos supuestamente de izquierda y/o supuestamente de derecha hayan ido a los mismos recintos, hayan asistido a las mismas clases, hayan aprobado los mismos ramos, hayan entregado las mismas respuestas a las preguntas que se les hacía.

Sea como sea, por ahora, en nuestro país, la formación política no nos viene prioritariamente por la escuela. Nos viene por la vida. No me refiero al bochornoso espectáculo que protagonizan a diario algunos políticos profesionales. Me refiero a las experiencias que nos han tocado de cerca y que han formado nuestro criterio político. El suyo, el mío, el de cada uno. El de Serapio.

Hubo una vez un hombre llamado Serapio. Allá por el año 1907 se hizo el muerto. Se hizo el muerto en una escuela. Pero no era una escuela de ciencias políticas sino una escuela llamada Domingo Santa María, en Iquique. Serapio, que por ese entonces era muy joven, se hizo el muerto y no solamente sobrevivió a la matanza sino que vivió, luchó, reivindicó y tuvo hijos. Uno de ellos años más tarde le comentó a otro: “más de una vez me he preguntado porqué sobrevivió Serapio…”. Y como el otro le preguntaba: “¿Y?…”, éste le contestó: “¡Pa que naciéramos nosotros!”. Este hijo de Serapio había nacido con un problema grave en un pie y siendo niño le habían dicho que eso no se podía curar. Pero resultó que no… que las cosas no siempre son como son… que a veces pueden ser de otra manera. Este hombre se repuso y llegó a ser un gran bailarín cuando no se dedicaba a la política. Y como también se dedicaba a la política, años después lo encerraron en Chacabuco. Pero tenía experiencia, experiencia familiar, vivió, luchó, reivindicó, tuvo hijos. Y así la cosa. Cada cual tiene sus historias, sus maestros. Esos hombres y mujeres que marcan un camino. Insisto con esta pregunta y es porque me importa. ¿De quién podríamos aprender? De verdad. Para seguir avanzando un poco más allá.

Quisiera aclarar que mi intención de hoy era escribir una columna sobre el Cándido de Voltaire. Ni más ni menos. Sobre “Cándido o el optimismo”, pero me distraje en el camino a raíz del comentario de un lector que me quedó dando vueltas. Este buen lector me calificó hace unos días de “soñadora”. No tengo nada contra la palabra. La recibo y la acepto pero sentí, de pronto, que hacía falta un complemento de información. Acá va.

Estimado lector: soy licenciada en ciencias políticas y doctora en sociología; junto con escribir, me desempeño como traductora y me ocupo, para una revista francesa, de una sección que investiga los vínculos entre lo cultural y lo político. Resido actualmente en Argentina, que es donde nació Serapio, mi bisabuelo, que es también bisabuelo de mis hermanos y primos que a su vez tienen primos, hijos, así que imagínese. Con esto quiero ratificar que soy exactamente lo que usted dijo: una “soñadora”. Pero con fundamento, lector, con fundamento, con disciplina y hasta con nota al pie.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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