El pasado siempre vuelve para desgracia de los desmemoriados. La identidad nacional, memoria colectiva de un pueblo, se construye sobre sus mitos. Relatos que dan vida a la historia y proyectan la voluntad política de una nación. Los pueblos de América latina fueron considerados pueblos sin historia, alejados de las dinámicas del progreso. Así, sus luchas emancipadoras hunden sus raíces en el pensamiento anticolonial, emancipador, de liberación nacional y antiimperialista. Nicaragua no es ajena a esta historia común. Hasta el triunfo de la revolución sandinista, el 19 de julio de 1979 fue un país sometido a dictaduras oligárquicas bajo la atenta mirada de Estados Unidos, que no dudó en invadirlo para defender sus intereses económicos y geopolíticos. La resistencia al invasor elevó, como no podía ser de otra manera, a la categoría de héroes nacionales a sus mártires. Benjamín Zeledón abatido en 1913 y Cesar Augusto Sandino, asesinado en 1933 por orden expresa del entonces Director de la Guardia Nacional, Anastasio Somoza García. Ajusticiado en 1956 por el estudiante Rigoberto López Perez, el poder pasó a manos de su hijo, Anastasio Somoza Debayle hasta su derrota en 1979.
La lucha contra la dictadura cuajó una generación nacida a la luz de la revolución cubana. En 1961, un grupo de jóvenes tomará la gesta de Sandino y fundará el Frente Sandinista de Liberación Nacional. Desde ese instante, su historia entra con letras mayúsculas en la historia de las luchas democráticas nicaragüenses. Sus militantes daban la vida y se entregaban de lleno a la revolución. Imbuidos de una mística del revolucionario, cercana al ascetismo, fueron un ejemplo de dignidad, lo cual les valió el respeto y admiración de la sociedad nicaragüense. El 19 de julio de 1979 sus militantes entraban Managua. Sin embargo, el triunfo dejada una estela de sangre y tristeza. Militantes, luchadores antisomocistas, liberales e independientes habían perdido la vida en las cárceles, la tortura, la guerra o asesinados en las calles por la guardia somocista.
El fin de la dictadura somocista fue una bocanada de aire fresco. El movimiento popular articulado en el Movimiento del Pueblo Unido, el grupo de los doce, y sectores de la Frente Amplio Opositor, apoyados por un ejército insurgente, se hacía con el poder. El pesimismo que asolaba a la izquierda latinoamericana tras el golpe de Estado en Chile y el cierre de vía pacífica al socialismo, se alejaba del horizonte inmediato. Los ojos se volcaban hacia Nicaragua. Pero Centroamérica no estaba en el mundo. Países “bananeros”, enclaves militares y gobiernos autócratas no eran noticia. Estados Unidos se sentía cómodo apoyando dictaduras.
Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Honduras estaban en manos de las fuerzas armadas, aupadas al poder en cruentos golpes de Estados. La excepción, Costa Rica, cuya guerra civil, en 1948, disolvió el ejército y persiguió a los comunistas, pasando a ser considerada una sociedad ordenada y democrática, bautizada como “la suiza centroamericana”.
La insurrección sandinista no entraba en los planes más optimistas de la izquierda latinoamericana. Las fuerzas armadas amparadas en la doctrina de la seguridad nacional, el enemigo interno, la lucha contra el marxismo-socialista y el comunismo internacional, habían infringido un duro castigo a las guerrillas y ejércitos de liberación nacional. El asesinato del Che en Bolivia en 1967 fue el comienzo de la debacle. Desde México hasta Chile la población civil se convirtió en un objetivo militar de la guerra contrainsurgente, y no hubo país donde no se aplicarla. El enemigo estaba en todas partes. Las redadas en fábricas, hospitales, universidades, el campo y la ciudad, generó un miedo en la población, y cortó las vías de comunicación, aislando a sus militantes, el resultado, una lenta agonía de las organizaciones. En este contexto, Regis Debray, intelectual francés, que acompañó al Che en Bolivia, autor de un encendido texto a favor de las guerrillas a mediados de los años sesenta, “revolución en la revolución”, se desdecía. No había pasado una década, y en 1975, redacta una obra demoledora contra la lucha armada en América latina: La crítica de las armas, las pruebas de fuego. Cuatro años más tarde, Sergio Ramirez, dirigente del sector tercerista del FSLN, posterior vicepresidente de Nicaragua, se lo recordará el 19 de julio de 1979, diciéndole: “viste, si se pudo”.
Pero la revolución sandinista triunfó en mala hora. Será atacada desde todos los frentes, en medio de un vuelco neoconservador en lo político y neoliberal en lo económico. La nueva derecha mundial cambió el itinerario de la guerra fría. La política de James Carter afincada en el respeto de los derechos humanos y no conceder ayudas económicas si los informes eran condenatorios, pasó a mejor vida. Una nueva era de conservadurismo llevaba al poder a Ronald Reagan. Fue el renacer de Estados Unidos en el mundo. Rodeado de asesores como Henry Kissinger, Jeane Kirkpatrick, Roger Fontaine o Irving Kristol, la política exterior hacia América latina dio un giro de 180 grados.Se consideró que América latina estaba invadida por comunistas, debido a la condescendencia de James Carter. Había que recuperar terreno, dar una lección, aniquilar cualquier viso de revolución. Centroamérica se transformó en un campo de batalla donde se decidirá la marcha de la guerra fría en América latina. La doctrina de guerras de baja intensidad se configuró como el referente para el diseño de políticas en la región bajo tres postulados: Reversión de procesos, guerras contra el narcotráfico y la lucha contrainsurgente.
La invasión de Estados Unidos a la isla de Granada en octubre de 1983 marco el fin de la distención. Las guerras de baja intensidad entraban en liza, siendo Nicaragua el escenario para desplegar la reversión de procesos, eje central de la doctrina. Sin invadir el país, se financiaría a los grupos nacionales, partidos y disidentes para crear un situación de caos e ingobernabilidad. Desertores, mercenarios, ex-guardias somocistas y militares estadounidenses construyeron un ejército que hostigaba y desestabilizaba el proceso político. Desde Honduras y Costa Rica se acosó la revolución militarmente, mientras el rechazo ideológico corrió a cargo de la derecha occidental y una parte de la socialdemocracia europea, fundamentalmente el PSOE con Felipe González a la cabeza.
El proyecto sandinista: fundar una revolución nacional, antiimperialista, popular, democrática y de economía mixta encontró múltiples trabas. El FSLN hubo de improvisar en un país destrozado por la guerra y el terremoto de1972. Así, una revolución cuyo origen se asentó en los valores éticos y los principios más nobles de la justicia social, la igualdad, la democracia y la libertad entró pronto en barbecho. Tres textos de referencia explican el lento deterioro de la revolución y sus principios éticos. Los tres militantes del FSLN. Gioconda Belli con su biografía: El país bajo mi piel; Sergio Ramirez: Adiós Muchachos y Mónica Baltodano: Memorias de la lucha sandinista.
La contra, los errores propios, la desestabilización, y el nacimiento de una nueva elite política, conocida como “la piñata”, dieron al traste con la revolución. El acoso, la invasión de Panamá, se sumaron al coste humano, militar y económico de una guerra mercenaria que frustra el proyecto de liberación nacional. En febrero de 1990 llegará la puntilla. Una guerra mercenaria, el boicot internacional, el desgaste político, la desestabilización y la sedición, dieron el triunfo a Violeta Chamorro. La derecha y el retorno de somocistas fue un balde de agua fría. El FSLN comenzó una deriva donde los principios éticos se relegaron en pro de un pragmatismo para recuperar el poder. Se mantuvo la retorica antiimperialista, pero se entro en una descomposición interna donde todo se justificaba. A 35 años de la revolución, el FSLN gobierna, gana elecciones, pero es una caricatura de sí. La revolución sandinista se fue para no volver en 1990.