La cariñocracia de la que ha gozado Michelle Bachelet durante más de una década parece haber llegado a su fin.
La última encuesta de la firma Adimark, publicada el miércoles de la semana pasada, arroja que la Presidenta tiene una aprobación de 31 por ciento. Ni siquiera en medio de la debacle por la implementación del Transantiago, a fines de 2007, había alcanzado grados tan bajos de respaldo. Peor aún, excepto en el tema de relaciones exteriores, en el que el gobierno ha optado por el tradicional nacionalismo anti-boliviano, la labor del gobierno de la mandataria es reprobado en todos los ámbitos. Lo que más debe doler en La Moneda es que estas paupérrimas cifras rivalizan con el pobre desempeño en las encuestas que tuvo Sebastián Piñera durante las marchas universitarias de 2011.
La baja popularidad debe confundir a Bachelet, una mujer que siempre se ha visto favorecida por las encuestas. Como dijo Ascanio Cavallo en una columna en La Tercera ayer: “Casi nadie ha dependido tanto de las encuestas como Michelle Bachelet. Gracias a ellas no tuvo primarias en el 2005, y por ellas las del 2013 se redujeron a una mera competencia por evitar el tercer lugar”. Y habría que agregarle que gracias a las encuestas, fue la candidata permanente y segura durante los cuatro años que estuvo en Nueva York.
Ciertamente, los casos de Penta y Soquimich están arrastrando al fango a toda la clase política, incluyendo al palacio presidencial. Pero es sobre todo el caso de su hijo Sebastián Dávalos el que más estragos ha causado en la popularidad de Bachelet. La estrategia político-comunicacional de victimizar a la madre -¿quién no tiene un hijo perno?- no tuvo resultados esta vez. Al contrario, generó un efecto boomerang.
Las redes sociales de nuestra República hirvieron la semana pasada con rumores sobre una supuesta renuncia de la Presidenta. Lo trágico del caso es que, en parte, esos chismes fueron ciertos. En efecto según personas enteradas de los pormenores del palacio, Bachelet ha amenazado en las últimas semanas en al menos dos oportunidades dejar el gobierno. La primera fue a fines de febrero, cuando en medio de un consejo del gabinete en pleno, varios ministros cuestionaron su conducción en el escándalo que involucra a su hijo. La segunda fue a mediados de marzo, cuando en un encuentro con los líderes de los partidos oficialistas en Cerro Castillo, la mandataria volvió a amenazar con su renuncia. En ambos casos, obviamente no se trataba de una amenaza real de claudicar al poder –eso nunca ha sucedido en la historia presidencial chilena- sino más bien eran formas de forzar la lealtad de sus colaboradores y aliados. Pero el efecto ha sido el contrario. Hoy, la presidenta Bachelet aparece más débil que nunca antes, incluso frente a sus propios adeptos.
Mientras La Moneda pierde y abdica de toda conducción política, la prensa establecida mayoritariamente de derecha– léase El Mercurio, La Tercera, y casi todos los canales de TV de señal abierta- comienzan a pedir a gritos un mayor liderazgo político, casi añorando a un nuevo Diego Portales que imponga el orden. El problema es que la Presidenta ha optado justamente por lo contrario: delegar su potencial liderazgo en una comisión de expertos –el consejo encabezado por el respetado economista Eduardo Engel- que supuestamente deberá hacerse cargo de dilucidar un nuevo arreglo institucional para evitar a futuro casos como los de Penta, Soquimich y Dávalos. Es a todas luces un error de cálculo: Bachelet 2.0 tratando de aplicar recetas de Bachelet 1.0, como si no hubiera pasado casi una década.
Además, Bachelet ahora se sumó al coro de casi toda la clase política que trata de restarle piso al Ministerio Público y preparar el terreno para un gran acuerdo político que acote, de una vez por todas, estos casos que amenazan el sistema político vigente. Hace sólo unos días, la mandataria pidió evitar linchamientos públicos. “No destruyamos la honra de personas que a lo mejor no han hecho nada de esto”, dijo en referencia a la lista de nombres que ha salido en el caso Soquimich. Sus palabras no suenan muy distintas a las del ex jefe de la UDI, Ernesto Silva, o las de su colega Jovino Novoa.
El problema de la segunda Bachelet es el “bacheletismo”. Se trata de nuestra versión criolla de los “ismos” argentinos. A fines de 2011, un año que estuvo marcado por las movilizaciones sociales, un miembro socialista del círculo de la entonces ex Presidenta y que actualmente ocupa un importante cargo en el gobierno, afirmó ante la pregunta de qué pensaba la entonces secretaria general de la ONU Mujeres acerca de lo que estaba pasando en Chile: “No importa, da lo mismo, ella volverá y seremos gobierno”. Y remató, riéndose entre dientes, con cierto tono de condescendencia: “Algo se nos va a ocurrir”.
Es esa desidia ideológica de casi toda la centro-izquierda -más empeñada en ocupar los puestos de trabajo del Estado que de elaborar políticas genuinas- la que ahora le está pasando la cuenta a la inquilina de La Moneda.
Así las cosas, todo apunta a que la única salida política es llamar de vuelta –una vez más- a los viejos estandartes, lo que ciertamente es la opción que privilegia también la derecha. Buscar a alguien “que ponga orden”, un tradicional lema de ese sector. En círculos informados se especula que esta persona tiene nombre y apellido: José Miguel Insulza.
Si Camilo Escalona logra reconquistar la presidencia del Partido Socialista a fines de este mes, y todo lo parece indicar, el “Panzer” podría ser una solución política a la actual falta de liderazgo político de la propia Bachelet y, ciertamente, de su ministro del Interior Rodrigo Peñalillo. Si el ex secretario general de la OEA no estuviera disponible, podría ser incluso el propio Escalona quien finalmente entre por la puerta ancha a La Moneda. Claro que ello significaría “frenar a o al menos ralentizar el ritmo de reformas”, en palabras de un influyente analista político. Pero daría seguridad al establishment criollo de que la supuesta “caza de brujas” que denunció Peñalillo hace dos semanas se podrá encauzar de mejor manera.
Aún faltan tres años para que concluya este gobierno, pero en las circunstancias actuales Bachelet ya exhibe todos los síntomas del “pato cojo”. Una solución política que contemple a un ministro del Interior fuerte, que efectivamente ejerza el liderazgo, y a una Presidenta dedicada a cortar las cintas de pomposas inauguraciones parece ser una salida viable. Sería la forma local y momentánea de contar con un semi-presidencialismo al estilo francés.
Mientras se barajan las cartas en el palacio, desde afuera los contendores por suceder a Bachelet buscan acomodarse al altamente inestable escenario político. Marco Enríquez-Ominami, en una entrevista que fue la portada de la revista Qué Pasa, aseguró que no está disponible para integrar un gabinete renovado de la mandataria. Obviamente que no. Es algo suicida abordar un barco que se está hundiendo. Más aún cuando el sondeo de Cadem que será publicada hoy lunes, muestra que MEO sigue liderando las encuestas. Sin embargo, es altamente probable que esa encuesta no haya recogido el hecho que uno de los colaboradores cercanos del candidato también aparece en el listado de las personas que emitieron boletas a Soquimich, cosa que el propio MEO reconoció a través de sus redes sociales el jueves pasado.
Por otro lado, en la derecha, han surgido voces que hace semanas piden un partido unitario de ese sector, una iniciativa que ha sido encabezada por el senador de Renovación Nacional Andrés Allamand y que resulta muy conveniente a las aspiraciones reeleccionistas de Sebastián Piñera. Es como volver a 1966, cuando tras una dura derrota parlamentaria, la derecha se reagrupó en un partido único llamado Partido Nacional. ¿Podrá resultar una vez más? Difícil saberlo.
Como sea, el ánimo político de nuestra República indica que se vienen aires de cambio. Más de lo mismo, como lo podría ser un gran acuerdo transversal o, incluso, un gabinete de unidad nacional, sería enfilar directamente hacia el barranco.
*Víctor Herrero (Twitter: @VictorHerreroA) es un periodista que ejerce de forma independiente. Actualmente es colaborador estable de la Radio Universidad de Chile y miembro del consejo editorial de Ediciones Radio Universidad de Chile. Es autor del libro “Agustín Edwards Eastman: una biografía desclasificada del dueño de El Mercurio”.