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¿Qué hacer con los asesinos?

Columna de opinión por Antonia García C.
Martes 18 de agosto 2015 8:43 hrs.


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Los DD.HH. no son, nunca lo han sido, el afuera de la política. Como tampoco son –según se dice en Francia– el “suplemento de alma” de la política. Nada de eso. Los DD.HH. han sido, siempre, en sus más diversas expresiones, contradicciones, tensiones, y teniendo en cuenta sus diversos orígenes, el largo proceso de su gestación como ámbito de intervención de los Estados, un recurso, una herramienta política y a la vez un revelador del estado de la política en un país dado. Esto vale quizás para los DD.HH. en un sentido amplio, abarcando el conjunto de los derechos del ciudadano, pero acá, una vez más, nos vamos a concentrar sobre su vinculación, en Chile, con los crímenes cometidos durante la dictadura por voluntad de las más altas autoridades del Estado chileno, movilizando recursos del mismo Estado.

Porque es un hecho: las violaciones sistemáticas a los derechos humanos entre 1973 y 1989 fueron una política de Estado. Más o menos, con mayor o menor convicción, esto ha pasado a ser en Chile, en los últimos 25 años, una base de la discusión. Una base que no estaba asentada espontáneamente en 1989-1990. Una base que hubo que asentar, teniendo todo en contra y, más precisamente, teniendo en contra la voluntad de los poderosos, de los que mandan en Chile, de proteger a los asesinos. Eso también es un hecho. Y es un hecho que hay que poder formular con cierta claridad para no errar la discusión y tomar la medida exacta de nuestros muy cuestionables éxitos y de nuestros patentes fracasos como sociedad.

¿Qué hacer con los asesinos? Esa fue no la única –desde luego– pero sí una de las preguntas claves que sin duda debieron formularse los aspirantes a gobernantes desde mediados de los 80 en adelante. Es decir desde los años en que algunos sectores del país asumieron que la salida de la dictadura iba a pasar por un acuerdo con los militares, por una serie de etapas e instancias, en gran parte ya pautadas y presentadas a la comunidad chilena en el año 1977, por el general Augusto Pinochet en su discurso de Chacarillas. Uno advierte al releer ese discurso el terrible talento, la oscura brillantez de quienes estuvieron detrás de la Junta, pensando el país, su destrucción, su reconstrucción, su irresistible ascensión hacia la cúspide del modelo neoliberal.

Pero, ¿qué hacer con los asesinos? Se habrán preguntado esos hombres y mujeres de izquierda, de centro, de variadas formaciones políticas que se pensaron a sí mismos como posibles futuros gobernantes de Chile desde mediados de los 80. Un dilema corneliano, quizás, para algunos de ellos. Esa fue la pregunta –me inclino a pensarlo– que se planteó con fuerza no solamente en nuestro país sino en Francia (post segunda guerra mundial, post “Colaboración”, post régimen de Vichy), en España durante su propio proceso de transición que nos ofreció –o sea: que les ofreció a los que estaban participando en ese camino negociado de transición hacia la sociedad neoliberal a través de elecciones semi-democráticas– un ejemplo a seguir, por esa impresionante capacidad de colaboración que tienen algunos Estados para dominarnos mejor, para estafarnos mejor a quienes no nos reconocemos en sus elecciones.

Jamás, en los llamados años de “transición”, la pregunta central planteada desde el Estado fue “¿qué hacer con las víctimas?” Jamás la pregunta central fue “¿qué hacer con los combatientes que se opusieron a la dictadura empuñando un arma, exponiendo su vida y la de los suyos?” Jamás la pregunta central fue “¿qué hacer con todos los ciudadanos que sin empuñar un arma, pero no con menos valentía, se opusieron y combatieron desde otras trincheras, utilizando sus propios recursos?” Jamás la pregunta central fue “¿qué hacer con todo ese pueblo que padeció a diario la violencia en sus casas?” La violencia “ejemplar” que soldados adiestrados en el arte de avasallar ejercieron sobre sus compatriotas en los barrios más carenciados de nuestro país donde día a día, desde siempre y hasta ahora, se comete el delito de ser pobre…

Y esto fue así en Chile, en los países nombrados y en muchos más, incluyendo el país desde donde escribo –Argentina– que hoy puede enorgullecerse con toda legitimidad de sus logros después de haber batallado durante décadas para que este presente fuera posible a pesar de la Ley de Punto Final, a pesar de la Ley de Obediencia Debida, a pesar de las gracias presidenciales (post Juicio y condenas de 1985), a pesar de las constantes presiones que militares y civiles ejercieron para preservar los intereses de una casta de cobardes que hundieron el país siguiendo un plan concertado de exterminio funcional a sus ambiciones.

Es cosa de ponerse a revisar hechos y materiales. Abundan. Pero hay que revisarlos en serio, leyendo la letra chica, conectando una cosa con la otra. Entre otros: el informe Rettig y sus prolongaciones; las leyes Aylwin, año 93; los proyectos Frei, año 95, y sus derivaciones; la Mesa de Diálogo, 2002; el informe Valech, 2003; los múltiples episodios del caso Patio 29; las denegaciones de justicia a lo largo de los 90, hasta mediados de los 2000; los actores que están detrás de los increíbles logros que, en materia de justicia, se han conseguido a pesar de una institucionalidad que ampara la impunidad; la reciente huelga de ex presos políticos y la manera en que, desde el Estado, se ha enfrentado esta situación.

Todo esto, y otros hechos que estoy dejando afuera pero que el lector tendrá en mente, ¿constituye una auténtica política de DDHH? No. No exactamente. No en los términos en los que se entiende –o entiendo– la expresión porque una auténtica política de DDHH debería tener en el centro de su accionar el respeto de las personas involucradas, dándole un lugar preferencial a los avasallados y no a los avasalladores. En cambio, todo esto, que ciertamente dice relación con los DDHH, puede ser analizado en términos de recurso, de instrumento para otra cosa. Para otra política de Estado. Para una política de Estado llevada a cabo en democracia y que ha consistido –en sus ejes principales– en asegurar la continuidad de las estructuras de poder en Chile por encima de regímenes y gobiernos.

Así, los DDHH, en nuestra historia chilena, han jugado un rol por lo menos complejo. Bandera de lucha, de resistencia a lo largo de la dictadura. Pero, también, suerte de espejo donde hoy se revelan las contradicciones y las derrotas políticas de esa parte de Chile que no compró el modelo de país que, literalmente, nos vendieron. Su abordaje, por autoridades del Estado, ha dado lugar en distintas oportunidades a un aberrante mecanismo de chantaje: ¿verdad y/o justicia? ¿justicia y/o reparación? Probablemente, no era posible en 1989-1990 ignorar totalmente a las víctimas porque ellas –no tanto en su calidad de víctimas, que también lo fueron, sino más bien en su calidad de luchadores y opositores a la dictadura– fueron la reserva moral de este país, en un momento dado, y con su presencia, le ofrecían a los nuevos gobernantes la legitimidad que ninguno de ellos podía tener tan espontáneamente. Pero, claramente, no fue en torno a sus demandas –sumamente precisas– que se definió el accionar en materia de DDHH en Chile. De entrada la prioridad fue otra: ¿qué hacer con los asesinos? O sea, ¿qué hacer con quienes apoyan a los asesinos? ¿Qué hacer con los que hacen negocios con esos que apoyan a los asesinos y con los asesinos? Y quizás también: ¿qué hacer para que los DDHH jamás desempeñen en democracia el rol que jugaron en dictadura? Vale decir: para que nunca más permitan la constitución de una oposición resuelta, fundamentalmente ciudadana, que supo dialogar, organizarse, encarar, desprestigiar y hacer tambalear a un ilegitimo gobierno chileno.

Por eso, en diálogo con textos que se han publicado en este y otros medios sobre estas temáticas, diría que no es tanto que hemos fracaso en la posibilidad de desarrollar una genuina política de los DDHH. Es en la política a secas donde hemos fracasado. Y es en la política a secas donde habrá que seguir batallando para forjar una voz propia y organizaciones adecuadas, por fuera de estructuras moribundas y corruptas. Como mínimo, para recuperar o inventar, en todo caso disputar, otra racionalidad en los asuntos que le competen al ciudadano.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.