En mayo pasado, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, conmemoró con un impresionante desfile militar de 16 mil soldados y veteranos el aniversario 70 de la derrota definitiva del ejército de Hitler en la Segunda Guerra Mundial. En la ocasión, en una Plaza Roja de Moscú que contó con la presencia de una cantidad significativa de líderes disidentes de la política exterior estadounidense, Putin quiso recordar a la opinión pública mundial que sin el ejército ruso no se pueden concebir los grandes hitos del planeta. E invitó a unir fuerzas para establecer un sistema independiente de bloques. “Hemos visto los intentos de creación de un mundo unipolar. Vemos cómo se va acelerando un pensamiento de fuerza de bloques. Todo esto socava la estabilidad del desarrollo mundial”, afirmó.
A la luz de la sorpresiva y vigorosa presencia del Ejército ruso en Siria, este acto reaparece en su cabal significado.
Como ya se sabe, la fase unipolar data de la caída de la Unión Soviética y significó, entre otras consecuencias, la radicalización de la globalización –llamada así a secas pero en que en realidad es esencialmente de carácter financiero-, lo que debilitó aún más los márgenes de acción e independencia de los países subordinados. No es casual, entonces, que haya sido una crisis económica mundial la que haya llevado también a la crisis del mundo unipolar, como tampoco lo es que el gobierno de Obama intente reposicionar a su país con un gran tratado planetario de libre comercio, el TPP, del cual forma parte Chile y que como lúcidamente dijera el diputado Giorgio Jackson, no es en realidad libre ni de comercio.
En ese gran acuerdo no están Rusia ni China, las principales amenazas al orden unipolar.
El vehículo expansionista de este modelo de globalización financiera requería sumar a aquellas zonas del planeta no integradas aún a la red de circulación de capitales y, por eso, el interés de Estados Unidos en África y Medio Oriente, zonas que además son pródigas en recursos naturales.
La excusa para la ofensiva, en el último caso, ha sido la guerra en nombre del combate al terrorismo y de la entrega a los habitantes de esos países de libertades que nunca pidieron. Esta fase iniciada por George W. Bush y continuada con matices por Barack Obama se tradujo en las invasiones a Irak, Afganistán y Libia, con el apoyo de las potencias europeas, en una coalición que por lo general ha actuado al margen del frágil orden normativo creado después de la Segunda Guerra Mundial.
Pero se trata ésta de una zona contigua a la llamada Euro-Asia y que ha sido históricamente de la órbita de influencia de Rusia. Así, una serie de sobrerreacciones en momentos de debilidad hicieron despertar a ese país. Primero, el intento por sumar a Ucrania, antigua aliada de Rusia, a un acuerdo de libre comercio con la Unión Europea. Y luego, el apoyo no disimulado a los opositores que intentan derrotar al régimen de Bashar el Assad, otro amigo de Putin.
Con esa información previa resulta al fin comprensible que Rusia, con sus acciones y apoyada por China, intente revertir el aislamiento geopolítico al que se le trata de someter. Y, para efectos de comprender las cosas en tal o cual sentido, los medios de comunicación juegan también un papel fundamental. Ayuda a ver con más nitidez cómo la información y el rol de las agencias juegan un rol político significativo, en el sentido de mostrar las cosas de una determinada manera y, en última instancia, contribuir a formar un sentido común sobre quiénes son los buenos y quiénes los malos. El quién es quién está determinado en los casos de Ucrania y Siria, tal como en los de Estambul y otros lugares, por estar en la frontera de la histórica disputa de poder entre oriente y occidente. Controlar estas zonas es de algún modo inclinar la balanza y, por lo tanto, controlar también el mundo.
De lo anterior puede deducirse que son regiones que se han construido con hibridez cultural, que contienen dentro de su propio territorio -además de las tensiones locales, las planetarias- y que, por lo tanto, cualquier intento de gobierno debe ser prudente o si no hegemónico en la administración de las diferencias, como ya lo decía el politólogo Samuel Huntington en su visionario artículo “El Choque de Civilizaciones”, de 1993.
En ese sentido, la intervención militar de Rusia en la zona puede interpretarse como un clamor de los gobiernos locales por resolver el vacío de poder que ha sido creado, precisamente, por Estados Unidos y sus aliados occidentales. Hasta Donald Trump, en una declaración de asombrosa lucidez, lo ha dicho ¿Cuál ha sido la consecuencia de que Estados Unidos derrocara a Sadam Hussein y a Gaddafi, además de intervenir Afganistán? ¿Por qué quiere seguir el mismo patrón en Siria?
Hoy, militarmente Rusia actúa en coalición con los gobiernos de Irak, Siria e Irán. Ha sido convocado por ellos, a diferencia de la coalición occidental. Ha intervenido militarmente con decisión y, aunque para su evidente conveniencia, sin ambigüedades: para fortalecer los gobiernos de la región y no para desestabilizarlos. Estados Unidos ha respondido con todo el aparato geopolítico a su disposición –OTAN, Israel, las agencias internacionales, las potencias europeas, etc.- pero sin sobreponerse a un cierto dejo de impotencia y perplejidad. El orden unipolar que denunció Putin en la Plaza Roja parece llegar a su fin.