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Los niños del “mobbing”


Lunes 22 de agosto 2016 14:27 hrs.


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El otro día un niño dejaba una carta a sus padres explicando que no podía más, que le perdonaran, pero que era más fuerte que él: asistir a la escuela se había convertido en un suplicio por las burlas y las humillaciones constantes de los compañeros, y por esa costumbre de algunos maestros -¡qué poco tiene que ver la oceánica profundidad de esa palabra con el calado humano de algunos de sus ejemplares, que no son maestros de nada, excepto en la magistral literalidad de su miseria…!- de mirar para otro lado, porque resulta “engorroso” es eso de apartarse de la rutina y dedicar esfuerzos extra a un niño diferente que lo está pasando mal. Es un problema tan viejo como el tiempo: el cuerpo docente tiende a proteger a la mayoría. Hasta los dioses tienen claro ese precepto, y nunca se meten en el lío de salvar a los que pagan el precio de su diferencia. El niño escribió una carta de despedida. Poco después se arrojaba por una ventana.

No digo el nombre del niño no por una razón de autocensura, sino porque ese niño o niña es cualquiera. La historia se repite con la contundencia del zumbido del metrónomo, y los elementos no varían. Solo los nombres. Pero es idéntico el sufrimiento, idéntica la prepotencia de aquellos otros niños violentos que se inician en la vida adulta aporreando a un compañero de clase, idéntica la actitud de los profesores que se desentienden, idéntica la desazón de tantos padres que no acaban de atisbar en qué momento se rompió el delgado hilo de la felicidad de su hijo de tal forma que, sin vuelta atrás, se asomó a los infiernos hasta que se quedó a vivir en ellos.

Eso que ahora se llama mobbing ha existido siempre. A veces se ha disfrazado de otra cosa y variaban algunas interpretaciones. Cuando yo era chica nadie hubiera usado siquiera el término en castellano -acoso- sino que se hubiera referido simplemente al hecho de que “se meten contigo”. Y además, desde los círculos familiares, solían añadir un consejo: si se meten contigo, defiéndete. La consigna era “agrede a tu agresor”. Y a veces eso envalentonaba a la víctima, porque ese mandato hacía diana en el amor propio, y ponía en marcha un mecanismo de autoprotección. Y no, no era una incitación a responder a la violencia con más violencia, sino más bien una manera zafia -en las formas y en el fondo- de alentar el espíritu. Todo lo demás cambiaba poco: en nombre de su propia tranquilidad, los maestros miraban para otro lado, y con el rabillo del ojo desdeñaban esos actos de crueldad que quedaban empequeñecidos por la etiqueta que entonces se le endilgaba: un juego de niños. El asunto solía saldarse con una paliza, en la que la víctima se defendía o no; una reprimenda, cuando la agresión se hacía tan vistosa que la gente empezaba a hablar de ella; y otro dardo ahondando en la herida del amor propio (“cuando te vuelvan a pegar o insultar, dales tú más fuerte”).

Sin embargo…hay cosas que no son iguales. Los niños agredidos se suicidan porque carecen de elementos para la supervivencia. Y los niños agresores han perdido ese perfil de “niño difícil” para ser un adulto bien provisto de violencia y herramientas no solo para herir, para discriminar, para humillar, sino incluso para matar. Ha habido casos de muertes directas. Siempre sostuve que, en el imperio del individualismo, las primeras albardas que se liberan son las de la empatía. Así se golpea hasta matar. Porque en ningún caso el desalmado es capaz de ponerse, ni por un nanosegundo, en el lugar del otro. La violencia es desatada. No hay códigos, estrategias o razones que la mitiguen. El desalmado se erige en juez, aniquila los matices. Habla otro lenguaje. Y por si fuera poco la violencia queda inmortalizada por las cámaras. Ya sea las de seguridad, ya sea las de los telefonillos. Una violencia con mensaje e imagen propios.

Carla, Jokin, David, Edouard, Ariane…son los nombres con los que podía haber llenado este artículo. Niños que saltaron al vacío porque el vacío lo inocularon en ellos sus agresores. Y al fondo del cuadro, mientras el silencio endurece los días y las noches, la omertá extiende unas alas confiadas, sabiendo que ha ganado otra batalla.