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El pueblo que no quería ser gris


Martes 20 de septiembre 2016 9:40 hrs.


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“El pueblo que no quería ser gris” es el nombre de un clásico de la literatura infantil argentina. El libro de Beatriz Doumerc (textos) y de Ayax Barnes (ilustraciones) fue publicado en 1975 por Rompan Fila ediciones, prohibido por el decreto n°1888 en 1976, y reeditado en 2015 por Colihue. Forma parte de ese corpus –extenso– de libros infantiles y juveniles escritos en los años 60 y 70, censurados en dictadura (1976-1983), recuperados y puestos en circulación en los últimos años.

¿De qué se trata? Se trata de un rey que sólo sabía dar órdenes. Cuando no supo más qué ordenar, ordenó que los habitantes del pueblo pintaran sus casas de gris. Así fue como todos pintaron sus casas de gris. “Todos menos uno”. Uno que vio pasar una paloma de colores y decidió pintar su casa con esos colores. Al rey casi le dio un infarto. Ordenó que lo apresaran. Pero cuando llegaron los guardias, resultó que a un vecino le había gustado la idea y también había pintado su casa de colores. Los guardias, confundidos, volvieron al castillo porque no sabían a quién tenían que llevarse. El rey ordenó arrestar a los dos. Pero cuando llegaron, resultó que a un tercer vecino le había gustado la idea… y había pintado… Y así, sucesivamente, hasta que todo el pueblo pintó sus casas de colores.

La obra tiene sutilezas que esta síntesis no puede reproducir. Por ejemplo, se podría hacer una lista de las palabras que no aparecen. Dictadura, democracia, represión, derechos, libertad. Sin embargo, todo está ahí. En otro lenguaje. Así, después de leer el cuento, es posible preguntar a pequeños lectores: “¿Por qué les parece que este libro fue prohibido?” Y escuchar las respuestas: “Porque te da ideas” / “Porque este personaje no obedeció” / “Pasa que te podés contagiar (sic) y después no obedeces”.

Ese es el punto. El punto que lleva a una digresión o libre asociación: ¿por qué, en el caso de este cuentito, es fácil identificarse con el personaje que se niega a obedecer y, en otros contextos, resulta tan difícil plantear siquiera la propuesta de un comportamiento distinto?

Un ejemplo “al azar”.

Hoy muchos padres consideran como fatalidad algunas situaciones que involucran a sus hijos. Aunque algunos de esos padres voten por y/o militen en grupos que insisten en llamarse de izquierda, en no pocas ocasiones a los hijos los cuida una niñera llamada Miss Technology. Miss Technology es buena, no interfiere, deja a todo el mundo contento. A los padres porque, mientras están con ella, los niños no molestan. A los niños por lo mismo (mientras están con ella, los padres no molestan). Con suerte, en algún momento papá o mamá los llevará a MacDonald’s y/o al cine a ver la última película que unos pocos han decidido que muchos niños del mundo tienen que ver.

(Sea dicho de paso, hay padres que, en el día del padre, son capaces de “acompañar” a su pequeña hija al cine sin soltar durante toda la función a Miss Technology, superponiendo una pantalla a otra pantalla).

Exagero. Apenitas. Por lo general el combo –en todos los sentidos de la palabra– no viene tan compacto. Tampoco hay forma de saber qué tan masivo es el proceso ni su exacto alcance. Precisión: no me refiero al uso de la tecnología como herramienta de trabajo y elemento que, en ciertas circunstancias, puede aportar a la mejoría de las relaciones entre personas y es parte insoslayable de un mundo en perpetua transformación. Me refiero a un tipo de uso: abusivo por no decir compulsivo, que se traduce en escenas cada vez más frecuentes que involucran niños. Criaturas de un año, dos años y de ahí para delante jugando con celulares porque “hay que entretener a los chicos”. Pero también: uso de redes sociales por niños pequeños de entre 7 y 10 años, ahí donde profesionales del área recomiendan que esto no suceda antes de los 12/13 ya que no se trata sólo de acceder a una tecnología sino de tener la educación y madurez que va con ella.

Algunos argumentos frecuentes cuando se intenta plantear el problema y explicar que uno aspira a una educación diferente suele ser: “sí, bueno, pero… no hay que aislar a los chicos”, “es feo que tu hijo quede afuera”.

De ahí, las preguntas.

El personaje que pintó su casa de colores, ¿no quedó afuera? ¿No se separó de la enorme masa que aceptó pintarlo todo de gris? ¿Se habrá separado solo o con su familia? ¿No había hijos dentro de su casa?

¿Por qué, a veces, el hecho de romper, de asumir rupturas, nos parece digno, valiente, admirable, y otras no?

¿Por qué algunas situaciones ni siquiera logran ser identificadas como espacios de lucha? ¿Por qué, si las tecnologías son también un mercado –un mercado que no se agota en sí mismo sino que promueve todo el tiempo, y en cadena, diversos tipos de consumo– cuesta tanto plantear la cuestión de sus contenidos ideológicos?

¿Por qué Beatriz Doumerc eligió no poner la palabra dictadura en un libro escrito en 1975? ¿No será –entre muchos otros elementos– porque lo que interesa no es la palabra sino lo que nombra. Una situación que se padece. Una situación donde no se puede elegir nada. Tampoco ser diferente. Y hacer diferente. Una situación que puede presentarse camuflada bajo muchas otras palabras que no son dictadura.

¿O no es, hoy, el mercado “su majestad” por excelencia? ¿No es hoy el mercado lo que, en ocasiones, exige la irrupción de formas dictatoriales en regímenes que, de democráticos, no tienen más que la fachada, que puede ser gris, pero que también puede ser rosada?

Mucho más allá de la cuestión de los abusos tecnológicos, ¿por qué algunas personas son anti-imperialistas en determinados escenarios y en otros no, siendo, que el mismo imperio sigue teniendo guardianes que van casa por casa buscando uniformidad de criterios y de formas de ser? Imperio que también es capaz de crear la ilusión de la diversidad siempre y cuando genere consumo suficiente. Total, todo es cuestión de gustos.

(Sobre la uniformidad. Es cosa de subirse a un transporte público y asombra la repetición del gesto: cabeza gacha, pulgares activos).

El cuento lo dice clarito: “Y todos pintaron sus casas de gris. Todos menos uno”. ¿No será que TODOS está esperando que OTRO sea UNO?

Sea como sea, sería bueno, deseable, que por lo menos algunos vecinos “se contagiaran” al ver pintar una casa de colores y pintaran la suya. Entre otras cosas porque –sin duda– es feo, es horrible que los niños queden aislados de otros niños. Pero si muchos padres se juntan y se niegan al gris y pintan la casa de colores, entonces…

Mi convicción es que algunos cuentos están hechos para que uno (se) los crea. Pero en serio.