Luis Poirot, el retrato de un lobo estepario

Los amigos son escasos para Luis Poirot: no hay cócteles, no hay grandes eventos sociales. Casi no sale de casa si no es para fotografiar o para dictar sagradamente sus talleres. Sus rutinas son bien estrictas: medicamentos por la mañana, retratar si hay luz, compartir con sus hijas, estudiar mucho. Sin embargo, pese a su distanciamiento, el artista se encuentra más activo que nunca. “¿Pensar en el retiro? Nunca”, dice el fotógrafo.

Los amigos son escasos para Luis Poirot: no hay cócteles, no hay grandes eventos sociales. Casi no sale de casa si no es para fotografiar o para dictar sagradamente sus talleres. Sus rutinas son bien estrictas: medicamentos por la mañana, retratar si hay luz, compartir con sus hijas, estudiar mucho. Sin embargo, pese a su distanciamiento, el artista se encuentra más activo que nunca. “¿Pensar en el retiro? Nunca”, dice el fotógrafo.

El lobo se sienta en el sofá blanco. No hay música de fondo. No hay ni siquiera el sonido de un reloj. Todo el salón principal de su casa parece estancado, tal como una fotografía, suspendido en el tiempo. El lobo, que en diciembre cumple los 77 parece agotado. Su mañana recién parte. Seguramente tomó hace poco sus medicamentos. Su hogar está vacío: sus hijas en el colegio, Fernanda, su mujer, viendo los últimos detalles de Contracorriente, la próxima exposición del lobo.

Sobre una mesa, unas fotografías que dan cuenta de lo que será esta muestra que se inaugurará el 30 de agosto en el Centro Cultural Palacio La Moneda. En las imágenes: Sergio Parra, Francisca Valenzuela, Óscar Hahn y una mujer de la Fundación las Rosas. No hay ni políticos, ni empresarios, ni militares. Sólo el trabajo que el lobo, Luis Poirot, ha realizado durante los últimos seis meses.

“Los políticos no me interesan. No tienen proyectos. Sólo dicen unas cuantas frases hechas. Un político tiene que saber proyectar una utopía. No se trata sólo de cifras económicas. Un país no es una empresa, es algo más, es un proyecto espiritual. Estoy muy desilusionado del momento político, absolutamente desilusionado. Ellos no me merecen respeto. No tengo ningún interés en ellos y supongo que ellos tampoco en mí. En cuanto a los militares, ellos tienen mi más profundo desprecio desde 1973 y pasará mucho tiempo antes de que vuelvan a ganarse el respeto de los ciudadanos”, dice el fotógrafo, quien en 2016 fue reconocido con el Premio a la Trayectoria Antonio Quintana.

En total, en esta muestra, se exhibirán 63 imágenes que además de retratos incluirán lugares de Santiago como La Moneda y el Cementerio Católico, pero también habrá un breve recorrido por Italia y Barcelona, lugares visitados durante los últimos meses por el artista.

Estás imágenes serán presentadas en copias de platino-paladio, técnica que dejó de utilizarse en Estados Unidos en los años 30 producto de su alto costo. “La gente está perdiendo la costumbre de ver una copia hecha con calidad. Entonces, quiero hacer este trabajo pensando en los jóvenes, para poder decirles: miren, hay otras maneras más que lo que sugiere Epson o HP. Quiero combatir la vulgaridad y la mala calidad que significa una copia impresa”, señala Poirot.

Pero eso no será todo. En octubre su serie Neruda llegará a la India, mientras que a fin de año exhibirá una nueva exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA).

De Pinochet a Violeta: los recuerdos del lobo 

El lobo tiene el recuerdo nítido en su memoria. Eran los tiempos previos al plebiscito de 1988. Hace unos años había vuelto de su exilio y en Chile los ánimos estaban divididos y las confianzas trizadas. Nadie sabía cuándo terminaría la dictadura, cuándo aparecerían los cuerpos de cientos de desaparecidos. Sin embargo, en esos años surgió una oportunidad: fotografiar al dictador. Luis Poirot aceptó la oferta.

“Esa vez me dije: tengo que fotografiarlo, porque era la revista para la cual trabajaba la que me lo pedía, no eran ellos, el poder, La Moneda. En esos años éramos dos fotógrafos los que trabajábamos para ese medio y entre ambos jugamos cara y sello para ver quién empezaba a sacar las imágenes primero. A mi compañero le tocó comenzar. Cuando entró el personaje, yo me hice como que estaba arreglando unos cables en el suelo para no saludarlo, no quería darle la mano y el personaje pensó que yo era un obrero y pasó de largo. Miguel, mi colega, le sacó las fotos muy respetuosamente, a cierta distancia, pero Pinochet siempre ponía la misma cara, esa cara que le había enseñado a poner algún asesor de abuelitos bondadosos. Ahí me di cuenta de que Pinochet había vendido la misma imagen todo el tiempo, una imagen ensayada y yo me dije: yo no se la compro. Fue ahí cuando saqué mi cámara y mi trípode. El personaje estaba firmando unos papeles. Me acerqué mucho a él, a un metro 20. Le dije: ¡Míreme! Él Levantó la cara y yo alcancé a sacar dos o tres fotos. Él se paró, me miró y gruño fuerte. Dio media vuelta y se fue. Entonces se produjo un silencio. Un silencio”, cuenta hoy el fotógrafo sobre el suceso.

“Yo sólo quería sacar una mejor foto, no quería tragarme esa imagen que él estaba tratando de imponer, quería hacer mi retrato. Luego, a la salida, una ayudante me dijo: ¿usted asume la responsabilidad de las fotos que toma? Y yo le respondí: siempre asumo la responsabilidad de lo que hago. Después salió publicada esa foto y desde La Moneda hicieron saber que no les había gustado esa imagen. Luego mi colega me comentó: era tan evidente que tu cámara era un arma y que le estabas disparando a Pinochet. Para mí, era un pequeño acto de venganza”, comenta hoy Poirot.

Pero en la memoria del fotógrafo también hay otros hechos: el miedo que siempre le tuvo a Violeta Parra, la amistad con Raúl Ruiz, la rabia con que falleció Enrique Lihn. Y es que su memoria está fresca pese a acarrear un infarto, una operación que casi le cuesta su ojo izquierdo y una diabetes.

“Violeta me intimidaba. Ella era muy fuerte. Con razón, porque aquí en este país todo el mundo se reía de ella, se reía de la forma en que cantaba, se reían de los tapices que hacía, se reían de sus figuras de greda. Ella era muy combativa y muy dura. No le fue fácil Chile a Violeta. Nunca me atreví a acercarme. Siento también haber fotografiado poco a mi padre”, comenta el lobo aferrado a su sillón.

Ausencias, miedos y la fotografía     

Los días de Luis Poirot transcurren en soledad: lee mucho y escucha música. La mañana comienza a las 6: 15 cuando sus hijas, Aurora de diez e Isabel de seis deben ir al colegio, pero para él todo es más lento. Primero siempre están los medicamentos. Si hay luz, aprovecha la mañana para fotografiar. En las tardes el trabajo es más de escritorio: prepara sus talleres, estudia para luego enseñar. A veces, ve una película, nunca la televisión abierta.

“No voy a cócteles, no voy a fiestas. Nunca me han gustado. Ni de joven tampoco. Tengo muy pocos amigos. Soy más bien un lobo estepario. La compañía que prefiero es la compañía de Fernanda, mi mujer, y la compañía de mis hijas. Prácticamente no veo a nadie más. Siempre he sido así. Bastante, lobo, bastante poco sociable. Fernanda trata de que me relacione con más gente, de que vea a más personas, pero la verdad es que no me interesa y eso ha sido desde que era joven. Me acuerdo que me subía al techo de mi casa a leer libros para que nadie me hablara, para que nadie me molestara. A veces pasaban semanas sin ver a nadie y sin hablar con nadie. Ahora, para mí es muy importante es el contacto con los alumnos de mi taller. Me enriquece”, comenta.

Es un día nublado. El silencio continúa en la casa del lobo. Aún es temprano. Él vuelve a pasar por su memoria otros recuerdos. A ratos se siente como un brujo que captura la imagen de quienes retrata: “Es muy curioso lo que pasa cuando uno está en la soledad del laboratorio. Revelar es como convocar a personas que están en algún lugar del espacio. Es un acto de magia y hay gente que no quiere volver. Me cuesta mucho volver a revelar, por ejemplo, la imagen de Enrique Lihn, porque murió con rabia. Él no quiere regresar. Ana González, en cambio, viene muy fácilmente”, señala.

Lihn

Enrique Lihn de la serie “Ropa tendida”. Fotografía sobre papel 44 x 44 cm. Fuente Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago, Chile.

En otros momentos, recuerda a sus padres. Cómo desde un principio estuvo ligado a la fotografía: “A mí me criaba mi abuela, porque mi madre trabajaba para alimentar a mi hermano mayor y a mí. Mi padre estaba peleando en la guerra. Entonces, yo no sabía para qué servía un padre. No iba al colegio, no tenía amigos, no tenía referencia de tener a otros niños que tuvieran papá. Y a mis cuatro o cinco años, cuando él volvió, me dijeron: vamos a ir a buscar a tu papá a Cerrillos, y yo no sabía quién era este señor que me abrazaba. Trataba de relacionarlo con la fotito que había visto de él al lado de un tanque o en las pirámides de Egipto. Entonces, la fotografía llegó antes que la persona, que es al revés de lo que suele ser”, cuenta.

“Siempre tuve miedo al abandono. En mi juventud mis pololeos fueron muy tormentosos y yo era constantemente abandonado. Entonces, la fotografía empezó a ser una manera de capturar a la persona. Una forma de decir que yo tenía la persona. Incluso, la primera vez que conscientemente saqué fotos fue cuando me fui becado a Francia. Tenía 22 años y quería sacarle una foto a la persona con que yo estaba. No podía irme con ella, pero si me llevaba una foto suya. La fotografía siempre fue un sustituto a la presencia. Luego con el Golpe de Estado eso se fue acentuando. La fotografía era una manera de tener presente a quienes habían desaparecido. Mi trabajo siempre ha estado relacionado con la ausencia, con el miedo a la pérdida, con que las cosas no se olvidan”, añade.

Balcón de La Moneda (1973). Fotografía sobre papel 50 x 60 cm. Fuente: Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago, Chile

Balcón de La Moneda (1973). Fotografía sobre papel
50 x 60 cm. Fuente: Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago, Chile

El lobo toma posición. Aún le rondan imágenes que durante su carrera ha tomado. Ahora, en el último tiempo, piensa en la imagen que le tomó a una de sus hijas. “Me conmueve mucho la última foto que tomé Aurora, porque no sólo era ella, sino toda la fragilidad, la delicadeza de la infancia, tan abusada y maltratada. Cuando la fotografiaba estaba pensando en los niños del Sename”.

“También me conmueve mucho el recuerdo de la última foto que le tomé a Raúl Ruiz poco antes de que muriera. Después de que conversamos y chacoteamos, yo le dije: Raúl, hagamos la foto. Y el hombre, inteligente, sabía detrás de lo que yo andada. En esa foto se expresa la mirada del hombre que ya no se cuenta cuentos y que sabe para dónde va. Dos meses después, murió. Esa foto es un regalo que él me hizo, porque al mismo tiempo, en su vejez, en su precaria salud, me estoy mirando. Entonces, también es un auto retrato. Yo estoy fotografiando mi vejez y a lo mejor también mi proximidad con la muerte”.

Raúl Ruiz por Luis Poirot.

Raúl Ruiz por Luis Poirot.

La hora avanza. Pronto llegará Fernanda y sus hijas. ¿Piensa alguna vez en el retiro? “Nunca. Nunca. Nunca. Nunca”, afirma. “Yo necesito hacer fotos. Aunque nadie las vea, aunque nadie me las encargue, aunque nadie me las pague. ¡No importa! Yo las hago porque las necesito. Entonces, retirarse es como decir: qué voy a hacer si para mí la fotografía es la vida. No concibo otra cosa”.





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