Roberto Eyzaguirre no había entendido bien el objetivo del programa. A “Yo soy” las gente iba a imitar rigurosamente a un artista mundialmente conocido, no a hacer una performance que mezclara humor, improvisación y un poco de música. Por eso Catalina Pulido, una vez terminada su presentación, le preguntó “¿quién te dijo que vinierai pa’ acá?”. “Vine por un desafío personal, pero el culpable es www.mega.cl”, contestó despertando risas. La negativa del jurado, unánime, además de su aparición en televisión abierta, marcó una línea imaginaria que separó la vida de Roberto entre un antes y un después. O entre un antes y una después.
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Julieta Eyzaguirre es Julieta desde los dos años, o desde los 37, dependiendo de cómo se le mire. Hoy día tiene 40, por las noches es guardia de una empresa de seguridad en Quilicura y de día estudia Estética Integral. Entre una actividad y la otra nos juntamos. Llega con su cotona burdeo y con un aro pesado en su oreja derecha. También lleva lentes ópticos y un pelo largo, mucho más largo que el que tenía cuando apreció en televisión.
Roberto nació en un campamento de Lo Espejo, dentro de una familia tradicional, evangélica y pobre. Al lado de su casa se asentó un campamento gitano, lugar que visitaba frecuentemente, como si la sangre tirara. De bisabuelos y tatarabuelos húngaros y rumanos, el Roberto de ese entonces tenía una afinidad irreprimible hacia lo gitano. “Hola gitanito”, le decían sus vecinos incluso antes de conocer su ascendencia.
Su mamá, de adulta, siempre renegó de sus raíces, a pesar de haber vivido hasta los 14 años como una gitana más. Después de la muerte de su padre “se urbanizó” y con ello olvidó cualquier atisbo de la etnia en su vida y en la de su futura familia. Roberto no se sentía cómodo con esa inquietud. Le sentaba bien la idea de vivir en carpas, de una cultura nómade y recriminaba continuamente a su madre por haber borrado a la fuerza algo que en él se sentía tan natural. Roberto se sentía gitano, pero había en su interior una inquietud aún más grande. Roberto se sentía mujer.
El destierro
“A los dos años empecé a sentirme niña. Apenas aprendí a hablar, a caminar, sentí una niña dentro de mí y, con ello, un choque fuerte dentro. Yo tenía un problema de identidad fuerte porque lo que sentía adentro de mí no era lo que se veía por fuera. Desde chica que le decía a mi familia que yo era niña, pero ellos me decían que no, que yo tenía genitales masculinos, que era hombre”.
Apenas hilaba sus primeras frases y ya le preguntaba a su mamá si cuando grande podía ser una mujer gitana. Nunca le gustaron los niños, ni social ni sexualmente. Se rodeó de niñas, sólo tenía amigas y con los hombres no se llevaba. En el colegio lo castigaban por sus conductas femeninas y en la casa le pegaban por lo mismo. Sufrió de un bullying sistemático y desmedido y fue víctima de abusos sexuales explícitos. Cuando tenía siete años la hermana de un compañero, de quince, lo obligó a tocarla. “Tú te lo buscaste”, le dijo su compañero cuando le contó. Cuando comentaba los episodios en su casa le decían que era su culpa, por provocarlos.
A los ocho años, después de una vida de agresiones y abusos, la cabeza de Roberto comenzó a perder estabilidad. “Mi familia ya no sabía qué hacer, si entregarme a un gitano, a algún hogar, venderme, regalarme…”.
– ¿Fueron opciones que se evaluaron en serio?
– Sí. Ellos querían deshacerse de mí. Finalmente me llevaron a un psicopedagogo.
El profesional le recomendó a ambos padres, con más tono de obligación que de sugerencia, que prohibieran la reproducción de cualquier contenido femenino dentro de la vida de Roberto. Así se vetaron los programas “de niñas”, los maquillajes, los juguetes rosados y todo lo que pudiera despertar en él algo de ella. “En vez de ayudarme, eso comenzó a darme problemas conductuales muy fuertes. Durante diez años de mi vida, a partir de ese día, traté muy mal a las mujeres, de forma agresiva, violenta”.
Desde ese día Roberto desterró a la mujer que llevaba dentro y, de paso, también a la gitana.
“En mi adolescencia empecé a tener una gran crisis de identidad. Empecé a jugar futbol y a adoptar actitudes masculinas por obligación, pero no me sentía cómodo. Cada vez que había un episodio de violencia hacia mi persona yo trataba de volver hacia atrás, volver a ser la niña que sentía que era. Los episodios de violencia eran muy seguidos de parte de mi hermano y mi papá. A los ocho años empecé con depresiones e intentos de suicidio. Desde los ocho hasta los 37 traté de matarme muchas veces. Me traté de asfixiar, tomé veneno, pastillas, cualquier cosa. Todo era tratar de desaparecer. Pensé en tirarme al Mapocho, o a línea del tren”.
Nunca pudo acceder a un tratamiento psicológico.
Por mientras su vida sexual se mantenía encerrada y reprimida. Mientras era Roberto se preocupó, con mucha prolijidad, de no permitir el retorno de su feminidad, siempre con un temor presente por dar muestras de esa parte que, sabía, seguía estando adentro. Nunca se dio la venia para disfrazarse de mujer, “porque sentía que todo se activaba otra vez. Vivía mintiéndome, hice mi propia película, mi propio guión”. Desde los ocho desarrolló un odio hacia los homosexuales y hacia la diversidad en general, incluyendo a los gitanos.
Así pasó su adolescencia. No tuvo un amorío hasta los 25, cuando tuvo de pareja a una mujer, Roxana, de 20. A ella le dio su primer beso, pero la relación no pasó del año. “Yo me sentía más el lado femenino de la relación. Nunca ocupé el rol masculino”. Roxana nunca supo, pero Julieta cree que la relación terminó porque lo encontraba gay.
Fue con su segunda polola, con quien duró incluso menos, con la que empezó a darse cuenta de algunas cosas. “Yo te encuentro muy mujer”, le dijo Natalia cuando quebraron. Con ella casi llegaron a tener intimidad, pero Roberto –con ya 30 años- no sentía las ganas de ocupar el rol masculino en la cama, a pesar de que el hecho de que le gustaran las mujeres era de las pocas claridades que a esa altura manejaba en su vida.
Prostituta tecnológica
Un lápiz y un papel ofrecieron el siguiente paso para acercarse a las definiciones. En 2008 Roberto aprendió a dibujar y, paso seguido, a dibujarse. “Aprendí a dibujar y me di cuenta de un detalle: siempre me dibujé siendo mujer. Y ahí empecé a recuperar lo que me gustaba de las niñas”. Comenzó a coleccionar muñecas, a comprar figuras de Hello Kitty’s y Frutillita.
Ya entrados los 35 le dio un espacio a su feminidad para que floreciera con timidez. En un curso de improvisación teatral le tocaba personificar lo que dijera el papel que tuvo que extraer del baúl. “Prostituta tecnológica compulsiva”, le tocó. Apenas vio que lo que señalaba la instrucción era un rol femenino, las alarmas activadas por años de opresión lo llevaron a hablar inmediatamente con su profesor: “Es imposible que yo haga esto”, le dijo. “No puedo ser mujer, tengo muchos problemas con lo femenino”. El profesor le preguntó si tenía miedo de descubrir algo y después le dijo que él era bueno, que lo hiciera no más. Y lo hizo.
“Nunca había hecho un papel tan espectacular”, dice hoy con una sonrisa pronunciada.
No es como que este hubiese sido el destape definitivo, pero para Julieta esa fue una señal. Con las herramientas que le ofrecían sus dotes actorales, su curioso y desarrollado sentido del humor y su histrionismo se presentó en varios programas de televisión. Con éxito en algunos, con menos éxito en otros, uno de los episodios que recuerda con más afecto es un diálogo que tuvo con Fernando Vergara, la Pola. La Pola es una famosa transformista que, a punta de risas y justificado descaro, se hizo un nombre en la televisión chilena. Vergara se acercó a Roberto y le dijo “no me preguntes por qué, pero deja de hacerte daño”.
“Hombres que se sienten mujer”
El mensaje caló y Roberto seguía hundiéndose en un ahogo que le era difícil de entender. A los 37, sumido en una desesperación que no pronosticaba un destino auspicioso y calmo para su vida, desde el consultorio de La Pintana lo derivaron al Centro de Salud Mental (COSAM). El psicólogo del organismo le detectó “homosexualidad reprimida”. “Yo le dije que no era gay, pero él me decía que primero tenía que asumirlo, que primero tenía que probar ser penetrado”. En ese instante una idea se encendió en la cabeza de Roberto.
“Hombres que se sienten mujer”, tipeó en el computador de su casa apenas volvió.
Roberto nunca antes había escuchado el concepto de transexualidad. No lo conocía, por eso al momento de leerlo no aguantó el llanto. Era la explicación a tantos años de dudas, sufrimiento y violencia.
El primer paso ya estaba dado, pero su alegría chocó abruptamente con la idea de contarle a su familia. A su madre le costó entenderlo y sintió una fuerte decepción al reparar en que no tendría nietos por ese lado. Le pidió explicaciones. “Mi mamá me dijo que cómo le iba a hacer eso, que ya tenía 37. ‘Mamá si yo sigo viviendo de hombre me voy a matar’, le dije. O enciérreme o mándeme a un lado, porque no quiero ser más hombre. Yo siempre he sido ella y ustedes siempre me lo prohibieron”. Su hermano, el mismo que lo humilló una y otra vez durante su vida, la golpeó hasta dejarla casi inconsciente para luego tirarle un vestido y una escoba mientras le gritaba “barre pos huevona, si erís mujer”. Acto seguido la expulsó de la casa, lugar que todavía, casi tres años después, no ha vuelto a pisar. Le decía que tenía el diablo, que “los maricones lo habían engrupido”.
Coincidentemente la conversación que sostengo con Julieta es interrumpida por un llamado materno. Julieta le dice que la llama en diez minutos y le corta. Todavía habla con ella, es la única del núcleo familiar que le dio una oportunidad, pero sigue sin poder visitarla.
Cuando lo contó en su lugar de trabajo, como guardia de seguridad, sus dos jefes le dieron un espaldarazo siempre y cuando siguiera yendo con el pelo corto al trabajo. Así comenzó el tratamiento de hormonas y el proceso para cambiarse el nombre. “Julieta, por Julieta Venegas”, pensó.
Desde el momento en que conoció la transexualidad Julieta se liberó. Olvidó sus rencores y odios hacia la etnia gitana, hacia la diversidad sexual y hacia las mujeres, todas ellas históricamente menoscabadas, todas ellas dentro de ella. Hoy Julieta es una trans lesbiana con intenciones de retomar la olvidada tradición gitana que corre por sus venas. Va con el pelo largo al trabajo y, con una renovada libertad bajo sus prendas y su piel, intenta hacer una vida normal, manteniendo distancia de la gente que la juzga y que, durante años, la maltrató.