Derechos, deberes, autoritarismo y el INDH

  • 07-05-2020

El director del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), Sergio Micco, se ha vuelto un experto en conmocionar a la opinión pública y al mundo de los derechos humanos con sus declaraciones. Su afirmación de que “no hay derechos sin deberes” es sólo la última de una seguidilla de declaraciones públicas que desconocen o atenúan el alcance y obligatoriedad del derecho internacional de los derechos humanos para los Estados, rivalizando no sólo con las concepciones más avanzadas de los derechos humanos, sino también con sus más básicas.

Sus protectores arguyen que el director, nuevamente, no dijo lo que dijo, y que es víctima de la intolerancia e interpretaciones extremas y partisanas de los derechos humanos. Jorge Correa Sutil, articulador del puente derecha-decé, elaboró en El Mercurio la versión oficial de este relato. Sostienen que la controversia no es más que la expresión de la negativa sectaria a que un pobre hombre conservador y cristiano pueda dirigir una institución de derechos humanos. El tropo de la autoridad-víctima está de moda en el discurso neoconservador.

Pero lo que está en juego no es la validez abstracta de opiniones valóricas o personales, sino la efectividad de las obligaciones del Estado en materia de derechos humanos, cuyo cumplimiento el INDH tiene el mandato legal de supervisar. Al relativizar los fundamentos de estas obligaciones, lo que el director del INDH hace es contribuir a que las normas que obligan a los agentes estatales a respetar y proteger los derechos humanos pierdan efectividad.

¿Qué efectividad tendrán las normas que prohíben torturar a quienes se manifiestan, si la autoridad encargada de impedirlo transmite que tales vejaciones pueden tener una justificación? ¿Cómo las víctimas de delitos de esta naturaleza confiarán en el INDH para exponer y denunciar sus casos si la autoridad encargada de escucharlas desliza que, debido a sus conductas, pueden tener una responsabilidad compartida con sus victimarios?

Por desgracia estos no son problemas hipotéticos sino actuales. Numerosas víctimas de vulneraciones a los derechos humanos perpetradas durante el estallido social, se han reconocido junto a sus familias consternadas y desamparadas por afirmaciones del director del Instituto. Aún declinada la protesta social, Carabineros hace uso excesivo de la fuerza con una frecuencia indignante. El Congreso legisla proyectos que aumentan la discrecionalidad policial o carecen de mínimos de derechos humanos sin que del INDH se escuche voz alguna.

La efectividad e independencia del INDH retrocede también en otras dimensiones. La institución tiene hoy menos presupuesto para presentar querellas que antes del 18 de octubre. Ha incrementado por reglamento significativamente la cantidad de personal de exclusiva confianza, la casi totalidad de éste (cosa inédita) de las tiendas partidarias que codirigen la institución (DC y RN). Las unidades profesionales han perdido la relevancia ante equipos ad hoc de confianza, bajando el estándar técnico de productos como el informe anual. Y nunca tantos de sus consejeros han sabido tan poco de derechos humanos y exhibido una relación tan estrecha con el aparato político de gobierno.

Quienes defienden esta deriva del INDH no son víctimas de conspiración izquierdista alguna y harían bien en transparentar a la sociedad sus convicciones, a saber, que el Estado tiene demasiadas obligaciones con los derechos humanos y éstas debieran aflojarse, para al menos mantenerse, si no aumentar, la discrecionalidad de sus facultades represivas. Esto les permitiría hacerse cargo de lo que, en ausencia de debate franco y abierto, es un evidente doble estándar: anti estatismo inflexible cuando se trata de las capacidades redistributivas y democráticas del Estado; estatismo implacable cuando se trata de fortalecer sus facultades represivas y policiales.

No compensa este empobrecimiento de los derechos humanos una visión religiosa de los mismos, que haga de su defensa un tema de piedad, sacrificio y bondad. Una persona tiene todo el derecho a ver de ese modo su propia dedicación a esta causa, pero no a imponerlo a la institucionalidad pública de derechos humanos. En la medida que la comunidad humana ha acordado que los Estados tienen obligaciones con los derechos humanos, su defensa y promoción es una cuestión de apego a normas jurídicas, de probidad y adecuada sostenibilidad administrativa y financiera. No de héroes o candidatos a santos, de trabajo ad honorem y sacrificio personal. Esta visión complica también la integración de visiones plurales. Si lo mío es pura bondad, ¿qué es lo de quienes disienten de mi visión?

Ahora bien, es peligroso debatir con estas posiciones invocando solamente ignorancia en la doctrina de los derechos humanos. Suena elitista (como si fuera un asunto al que sólo es legítimo acceder a las personas expertas) y tautológico (el Estado está obligado con los derechos humanos porque el Estado está obligado con los derechos humanos). Claro que en el campo de la institucionalidad hacerlo es necesario, crítico en este caso. Pero el discurso de desprecio por los derechos humanos está hecho para desquiciar a sus defensores, separándolos del interés social concreto a cuya protección sirven los derechos humanos.

La pobreza del debate ha estado determinada en parte por una cuestión razonable. Quienes disienten de la gestión de Micco han optado por no echarle más leña al fuego, bajándole el perfil a cada polémica para no zamarrear al INDH en medio de la mayor crisis de derechos humanos desde la dictadura. Con la confianza en la institución comprometida, en esta ocasión debía ser distinto. Por suerte consejeros y organizaciones han sacado la voz para encauzar el debate por caminos más edificantes y contrarrestar la banalización que ha hecho mucha prensa del entuerto. 

Con todo, esta controversia es sólo la punta del iceberg de una realidad que el campo democrático debe asumir y saber enfrentar: el avance de un autoritarismo renovado en la cultura política de la derecha y otros sectores conservadores. Un autoritarismo que ha crecido como reacción a la impugnación social a la hegemonía neoliberal durante la última década, acelerándose desde el estallido social y la irrupción feminista. Un autoritarismo que señala como enemigo interno no a grupos organizados o ideologías específicas, sino a una mucho más difusa disidencia a los imperativos dominantes del producir y el buen ciudadano.

Ahí la amenaza del nuevo tipo de violaciones a los derechos humanos que ocurren en Chile. No tienes que militar en un partido marxista para ser un blanco, como en dictadura. Basta que ejerzas tu derecho a manifestación, por motivos diversos y no necesariamente radicales. De ahí también la impronta febril del desprecio a los derechos humanos, que encuentra su mejor representación en la mentalidad conspirativa y sitiada de esos hombres maduros, conservadores y privilegiados, que transpiran creyéndose rodeados de un difuso enemigo poderoso e implacable, lleno de mujeres porfiadas y jóvenes sin respeto por la vida ni conciencia de sus deberes.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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