En un juego de póker, el que toma la iniciativa suele ser el que no tiene el control. Es lo que está sucediendo con la formación de gobierno en España luego de que, con habilidad, el PP primero y el Podemos después hayan traspasado la responsabilidad al Partido Socialista Obrero Español, que es arrastrado a una decisión histórica: o pacta con el Podemos, reeditando el vínculo socialista con la izquierda que caracterizó a esa tienda durante la dictadura franquista, o lo hace con el PP, con lo que reconocería que hoy está más cerca política e ideológicamente de la derecha.
Mientras Mariano Rajoy, a más de un mes de las elecciones, ha declinado llevar a cabo la ceremonia formal de intentar formar gobierno, al apelar a que no tiene los votos, pero acto seguido ha dicho que su decisión es “por ahora y que su candidatura “sigue vigente”. Su jugada parece ser una moción de sangre fría a la espera de tres escenarios que serían mejores que éste: primero, el PSOE y Podemos fracasan en su intento de formar gobierno y el PP aparece como única alternativa; segundo, fracasan todas las combinaciones posibles y el Rey se ve forzado a convocar a elecciones, donde según las encuestas al oficialismo le iría mejor que en el pasado 20 de diciembre; y tercero, el gobierno progresista se forma, pero cae al poco tiempo por los actos desestabilizadores de los grandes poderes españoles y europeos.
Pablo Iglesias, por su parte, ha apelado a que el verdadero mandato de la elección no es el escuálido primer lugar del PP, sino una sólida y mayoritaria votación a favor de los cambios en dirección progresista. Para tal efecto, hizo una distinción muy típica de este tiempo entre las cúpulas de los partidos de la Internacional Socialista y sus bases: “lo hemos dicho muchas veces y lo seguimos pensando: no confiamos en los aparatos del PSOE, pero admiramos a sus bases y a sus votantes. Mientras que los viejos aparatos y sus profesionales no desaprovechan ninguna oportunidad para hacer lo contrario a lo que predican, pactando con lo que ellos mismos llamaron “las derechas”, las bases socialistas simpatizan más con nosotros que con esas derechas, y saben que nuestra presencia en el Gobierno, desde la vicepresidencia hasta los ministerios estratégicos que nos correspondan, es la mejor garantía de que su partido no les vuelva a defraudar”.
Hay, en todo caso, otro obstáculo sustantivo: Podemos comprometió la realización de un referéndum independentista en Cataluña, pero el PSOE se opone tenazmente a esa posibilidad. En concreto, Pablo Iglesias ha dicho que para hablar de pactos “los requisitos o cambios pasan por blindar los derechos sociales en la Constitución y, permitir una moción ciudadana para echar a un Gobierno si no cumple con su programa”. Además, ha ponderado que, por encima de todo, hay que decir que “España es un país plurinacional”, y de ahí que su mensaje haya triunfado en lugares como Cataluña y País Vasco donde Podemos y/o sus aliados se han convertido en la primera fuerza política.
Para Pedro Sánchez, dirigente joven que no viene del aparato socialista y que hace dos años era un casi desconocido en su partido, lo que suceda en estos días no tiene que ver solo con la elección, sino con su propio futuro político. Para blindarse y no ser sacrificado por haber conducido mal a sus huestes, ha anunciado que de llegar a acuerdo con Podemos lo someterá a la votación de las directivas regionales.
Pero sus pasos están sometidos a poderosas presiones. Algunas de ellas provienen de los viejos barones del PSOE, especialmente Felipe González y Alfredo Pérez Rubalcaba, que exigen que el pacto sea con el Partido Popular para no ser fagocitados por un Podemos que, advierten, ha crecido a costa de los socialistas. Para otras miradas, más desconfiadas, el actuar de esos dirigentes corresponde a una generación capturada por los grandes intereses empresariales, por lo que simplemente actúan en nombre de aquellas nuevas lealtades.
Mientras, en un tono más sutil pero elocuente, se han conocido las presiones desde la Comisión Europea –la misma que arrinconó al Syriza en Grecia-, que en un informe “borrador” filtrado oportunamente al diario El País hace pocos días, exige un ajuste fiscal al nuevo Ejecutivo, además de advertir que la formación de un gobierno de izquierda (léase con el Podemos) “podría desacelerar la agenda de reformas” y revertir la reforma laboral, tan aplaudida por los organismos internacionales como repudiada por los trabajadores. Al respecto, Sara García de las Heras, secretaria de Acción Sindical e Igualdad de la Unión Sindical Obrera (USO), dijo: “la reforma laboral ha servido para crear empleo temporal y precario a costa de destruir puestos de trabajo indefinidos y a jornada completa”. Es la misma reforma a la que el actual gobierno ha asignado un rol importante en la recuperación macroeconómica del país.
A la calculada espera de que el viento sople en los próximos días a su favor, Mariano Rajoy ha actuado con sigilo para que exista un puente entre los socialistas y la derecha. En tal propósito el PP ha reposicionado a Ciudadanos, partido que antes de la elección era su principal amenaza y al que denostó por carecer de contenido y tener dirigentes que parecían “de desfile de moda”, pero que ahora, a pesar de su decepcionante resultado en las urnas, son calificados de “sensatos” y “responsables”. Su líder, Alberto Rivera, ha llamado a un gran pacto entre PP, PSOE y Ciudadanos (aunque estos últimos no entrarían al Gobierno), “para no dejar la economía de España en manos del Podemos”. En paralelo, se han publicado en estos días varios artículos sobre supuestos vínculos reales e hipotéticos entre el partido de Pablo Iglesias y líderes de influjo indeseable para el futuro español, como Hugo Chávez y Evo Morales.
Con todas estas variables, Pedro Sánchez deberá tomar una decisión. Los españoles ya terminaron con el bipartidismo el pasado 20 de diciembre. Ahora el líder socialista deberá decidir si se atrinchera con lo que queda de él para preservar el sistema, o vuelve a ser la fuerza de transformación que era, por ejemplo, a fines de la década del 70, cuando su partido era dirigido por un combativo dirigente, también joven, de nombre Felipe González.