Antes que el país aprecie un intento serio de los partidos políticos por superar sus vicios internos y recuperar mínimamente su credibilidad pública, dirigentes de diversas colectividades buscan apoyo en el Ejecutivo para obtener una Ley destinada a recibir recursos públicos para solventar su labores proselitistas. Se asegura que al hacerse parte el Estado de sus respectivos financiamientos, éstos podrían liberarse de la influencia que caudillos y otros ejercen en sus decisiones a consecuencia de los aportes que les entregan para su mantención. De esta forma, el estipendio fiscal facilitaría la participación democrática interna de sus militantes, así como la posibilidad de que los partidos puedan cubrir las tareas de capacitación ideológica y generación de propuestas programáticas.
Argumentos parecidos se entregaron para favorecer el aporte estatal al financiamiento de las campañas electorales, sin que estos onerosos aportes hayan contribuido realmente a la renovación de alcaldes, concejales y parlamentarios. Por el contrario, lo que apreciamos en los últimos comicios es que el aporte fiscal provoca mayor dispendio propagandístico, sin que para nada esta contribución haya neutralizado la influencia de los candidatos más pudientes, ni restringido el millonario aporte que empresarios hacen al financiamiento de estas contiendas para asegurarse legisladores y municipios dóciles a sus intereses. Realmente, son muy excepcionales los casos de candidatos electos que no hayan estado premunidos de una poderosa caja electoral.
Es evidente que en nuestra feble democracia, la propaganda y la presencia en los medios de comunicación valen ahora mucho más que un discurso, un programa de gobierno o una trayectoria de servicio público. La inversión publicitaria es directamente proporcional a los resultados de cada elección popular, así como resulta evidente que la incorporación de algunos multimillonarios en la política ha logrado en poco tiempo que éstos adquieran el control de los partidos y alcancen los cargos que se propongan. Esa idea mexicana de que “un político pobre es un pobre político” se ha entronizado completamente en el quehacer de los partidos y prácticas electorales.
Por acción de sus propios dirigentes es que los partidos gravitan cada vez menos en las decisiones populares. Son más de 20 años de desdibujamiento ideológico y vigencia de un sistema electoral binominal que ha fomentado el acotamiento de la política a un grupo de familias que copan prácticamente todo el espectro de la “representatividad” popular. De quienes, por lo demás, es difícil descubrir diferencias y propuestas alternativas, ya sea estén en el gobierno o la oposición. Cuando , ciertamente, lo que prevalece, aquí o allá, es su común voracidad por el cargo público y sus prebendas. Como su creciente complacencia por la institucionalidad que le legara la Dictadura.
En las últimas elecciones parlamentarias se hizo ostensible el esfuerzo de muchos candidatos por deslindarse de sus partidos, de sus símbolos, lemas y colores. Reconocían en ello la pérdida de influencia y sustento republicano de entidades ensimismadas y trabadas en la lucha interna y cuyos mandamases muy excepcionalmente resultan de la decisión de sus militantes. Es un hecho que la progresiva deserción de éstos es un fenómeno todavía más masivo que el desinterés de los chilenos por inscribirse en los registros electorales y concurrir a votar. De esta forma, tenemos la certeza que el país repudiará este nuevo intento de la política cupular por añadirse más recursos fiscales, mostrando un particular interés aquellos partidos y dirigentes que han quedado ahora algo más distantes de las alcancías fiscales y de esos ingentes recursos que provienen de la malversación de caudales públicos y del otorgamiento de concesiones y favores a inversionistas chilenos y extranjeros.
Es posible plantearse en algún momento debatir sobre la posibilidad de que los partidos reciban algún discreto y regulado aporte fiscal a sus tareas, pero una vez que los mismos se avengan, primero, a consolidar una sólida institucionalidad democrática. Que abra justamente la posibilidad de nuevos referentes políticos y sociales, en la esperanza, más bien, de que superen para siempre los espectros partidarios actuales, en catastrófico estado de inanición doctrinaria. En una insolvencia moral más que monetaria. Embargados, ciertamente, por sus inconsecuencias, más que por sus deudas monetarias.