El año 1976 pasé por París debido a un trasbordo en tren rumbo a Madrid. Fue mi primer contacto con la capital francesa. Como disponía de algún tiempo, me alejé unas pocas cuadras caminando en la noche parisina por esa hermosa avenida que más adelante llegaría a conocer mejor: el Boulevard de L´Hopital. Encontré un pequeño supermercado y entré a comprar pan, queso y leche. La botella con el líquido blanco no tenía etiqueta y, para estar seguro, consulté al cajero. “Is this milk?” le pregunté, pues nunca estudié francés. El tipo no me hizo caso. Después de insistir un par de veces sin éxito, la chica que venía detrás en la fila de pago me confirmó que eso era leche. Durante la década de los ochenta tuve varias experiencias parecidas. Mi angustioso “Do you speak english?” obtenía sistemáticamente el olímpico desprecio de mi supuesto interlocutor. Concluí que había allí un racismo oculto. Pronto me daría cuenta de mi profundo error.
“¿Por qué supones que la gente habla inglés por aquí?” La pregunta de mi amigo chileno-bordalés me hizo recapacitar. Claro, si alguien no habla inglés tampoco entendería mi pregunta. Cambié de estrategia, iniciando mi interacción verbal con una nueva frase aprendida, con la mejor fonética posible (digamos que es de mañana y que se trata de una dama): “Bon jour madame; je suis désolé, mas je ne parle pas français. Parle vous l’anglaise ou l’espagnol ? “ Desde entonces recibo como respuesta un sonriente “mas vous parle tres bien, monsieur.” Y luego me hablan en inglés o buscan a alguien que lo haga. Evidentemente no se trataba de desprecio al extranjero, como había llegado a pensar, sino de una absoluta falta de tino de mi parte.
Así aprendí que la frase más valiosa en los idiomas que uno no domina es aquella que le indica al interlocutor que uno no lo habla. “Ich spreche nicht Deutsch”, si está en Alemania, Austria o la Suiza alemana; “non parlo italiano”, en Italia o el sur de Suiza; “aní lo medaber hibrid”, si se encuentra en Israel. A veces manejar unas pocas frases adicionales resulta contraproducente, pues los nativos pueden entregar largas respuestas, como me ocurrió en Roma cuando acudí a las frases que se aprenden con las canciones; las parrafadas de vuelta me resultaron incomprensibles. Es cierto que en Italia, Portugal o Brasil uno siente cierta afinidad fonética, pero se termina por cometer errores serios de comunicación cuando uno cree que le han dicho algo que no le han dicho.
Por obvio que parezca, vale la pena señalar que en los países de idioma distinto al nuestro es más fácil hacerse entender que entender lo que a uno le dicen. Las señas con las manos o el rostro son de gran ayuda. Pero nada tan útil como hacer saber que no se habla el idioma. Se transforma así al interlocutor en aliado, en una suerte de agente o de intermediario en la búsqueda del Bello Sino.