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De qué revolución nos hablan

Columna de opinión por Juan Pablo Cárdenas S.
Martes 23 de noviembre 2010 10:23 hrs.


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En las reformas educacionales impulsadas por el Gobierno hay muchas iniciativas dignas de elogio y aplauso, pero todavía no se entiende bien si éstas van a reforzar el compromiso del Estado o le van a seguir endosando a los privados la responsabilidad de formar a las nuevas generaciones. Es público y notorio que los gobiernos de la Concertación favorecieron el desarrollo explosivo de establecimientos particulares con subsidio del fisco, mientras descuidaron gravemente la educación pública primaria y secundaria. Lo mismo que ocurrió con las universidades, donde los favores del Ministerio de Educación al sistema privado restringió severamente los presupuestos que debieran destinarse a las entidades del Estado, en beneficio de los establecimientos que, aunque tienen prohibido el lucro, se han constituido en magníficos negocios sin acreditación y supervisión seria. No es de extrañar, entonces, que una vez que dejan sus cargos en el Gobierno, diversas personalidades deriven como sostenedores de colegios particulares o miembros de las planas ejecutivas de las universidades privadas. Tal como otras autoridades del área económica toman asiento después en los directorios de los bancos y las sociedades anónimas.

Si los gobiernos concertacionistas sacralizaron el modelo económico de la Dictadura, y nuestro Estado siguió reduciéndose en 20 años de post pinochetismo, es dable esperar que un gobierno de centro derecha continúe en la misma senda, aunque a ratos actitudes y medidas de Piñera provoque en los opositores, y en la propia Izquierda,  la sensación de que les están robando sus “banderas de lucha”. Con todo, nada hace prever que la actual administración nos vaya a sorprender con una “revolución” educacional, institucional o económica. Quienes ahora nos gobiernan también siguen con los ojos nublados a una realidad nacional y mundial que constata la importancia del estado rector, la solvencia de las políticas públicas, como la probidad de las empresas fiscales.

Pruebas palmarias de esto es que la empresa más lucrativa y que más beneficios les reporta a los chilenos es Codelco, cuya actividad sostiene el erario público a diferencia de las empresas extranjeras y privadas que vacían nuestros yacimientos y escatiman el pago de impuestos dignos. Lo mismo que ocurre con la Universidad de Chile que se mantiene como el plantel principal, de mayor calificación y reconocimiento nacional e internacional, pese a todas las expoliaciones de la Dictadura y los gobiernos que la siguieron. Expresión de ello es, también, la capacidad demostrada por el estado para emprender un rescate tan asombroso como el de los 33 mineros en  Norte, mientras que muchas empresas privadas demuestran su fracaso y usura en el transporte público, los bancos y en la administración de servicios tan esenciales como la entrega de agua y electricidad. Actividades que en otros países fieles al capitalismo y a la doctrina neoliberal  le han quedado reservadas a los estados y no a la “iniciativa privada”. Ni menos foránea.

En esto de lograr medidas efectistas y mediáticas se promueve la jubilación masiva de docentes y se estimula el interés de los jóvenes por estudiar pedagogía, pero no se emprende la inversión pública para recuperar el Pedagógico que perteneció y lleno de honra a la Universidad de Chile, dotándolo de buenos formadores de los nuevos profesores y de los recursos que se necesitan para apuntar a lo esencial: garantizarle a las nuevas generaciones calidad educacional. Así haya que traer maestros del extranjero como se hizo en  los primeros años de la República y con excelentes resultados. Se habla, asimismo, de dotar a los rectores de los liceos de mayores facultades e ingresos personales, pero nada se dice de entregarles más dinero y recursos para mejorar sus instalaciones, laboratorios y otros. Cuando todavía se cuentan por decenas los establecimientos dañados por el terremoto que no pueden siquiera normalizar sus actividades.

Finalmente, en cualquier cometido educacional es preciso tener en cuenta que el principal agente de una buena educación es la familia y el adecuado estándar socio económico de sus integrantes. Niños mal alimentados, hogares sin libros y acceso a internet  conspiran actualmente  contra de las potencialidades de las nuevas generaciones. Está más que probado que el desnivel cultural de los niños y jóvenes no depende tanto de si concurren a un establecimiento público o privado, puesto que unos y otros tienen los mismos docentes, pero los pobres están marcados por carencias que no tienen los de los hogares pudientes.

Para que exista, por lo tanto, una “revolución” educacional o cultural es preciso que se den pasos sustantivos para terminar con las inequidades flagrantes y se les reconozca a todos los chilenos ingresos dignos. Lo que éste y los gobiernos anteriores se han resistido acometer cuando se le niega al Magisterio el pago de la deuda histórica con los maestros, cuando se rechazan las demandas salariales de los empleados públicos, cuando se ampara un sistema en que se favorece que los ricos y los inversionistas extranjeros sean cada vez más ricos, aunque acudan al tráfico de influencia, al uso de información reservada, la evasión y una colusión escandalosa que, incluso, atenta contra las leyes del idolatrado libre mercado.

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El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.