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Año XVI, 20 de abril de 2024


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Reflexiones sobre el PCCh


Viernes 24 de mayo 2013 11:01 hrs.


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Estimado director:

“El programa será nuestro candidato” dijeron las voces públicas más conocidas del Partido Comunista al momento de ser requeridas por el nombre del candidato que apoyarían en vistas a las elecciones de noviembre. La interrogante cobraba mayor interés, si, tal como era previsible, el PCCh descartó llevar un candidato “propio”, favoreciendo así su apoyo a otro de naturaleza concertacionista, con lo cual se espera obtener algunos buenos dividendos acrecentando su representación legislativa. Ahora bien, como un respaldo de este orden no podía ser entendido descontextualizado de las aspiraciones de cambio político que de todos modos supone la actual conducta partidaria, la indicación de que el programa sería el candidato, ha querido enfatizar en que si el espesor del contenido transformador de la institucionalidad neoliberal a sustentar por el o la postulante a La Moneda es débil, superficial o nulo, cabría la opción de no prestar finalmente el apoyo al abanderado de la Concertación, volcando su adhesión a otra alternativa ¿Es efectivamente posible esto último? Estimo que no. El viraje pro concertacionista realizado por el PC es de síntomas profundos y no se deshará de él fácilmente. De ahí que la frase del programa-candidato no sea sino una expresión vacía y estéril: todo indica que la proclamación de Michel Bachelet del 30 de junio, se hará sin que exista algún programa, coronándose, en el caso del PC, su total ineficacia ¿Por qué ha ocurrido esto?

La historia nacional y mundial de las últimas cuatro décadas ha significado para el Partido Comunista de Chile (PCCh) la trama más difícil de su trayectoria: el ascenso y caída de la Unidad Popular; la clandestinidad y la despiadada represión de que fuera objeto por la dictadura; las tensiones y quiebres internos durante los años 80 e inicios de los 90; la desaparición del campo socialista; su completa descolocación delante de la ofensiva pactista neoliberal aglutinada en la Concertación de Partidos por la Democracia; la marginación y marginalidad a que se le sometió en el escenario político del país hasta mediados de la primera década de los 2000, son, entre otros, los hechos más relevantes que han marcado su pasado reciente.

En medio de este tráfago, ciertamente que no pocos de sus enemigos habrían esperado la total liquidación de su impronta política, cosa que, no obstante su evidente pérdida de influencia social, ha estado lejos de acontecer, y ello por un dato irrebatible: la base social y cultural del comunismo nacional es imposible de diluir desde la pura omisión externa. En otras palabras, si la identidad y referencia de actuación social del PCCh ha logrado traspasar los desafíos de muerte y marginación nombrados, ello ha sido así porque la propia realidad histórico-social de nuestro país –realidad de escarnio y sometimiento para la enorme mayoría de su población- ha demandado la existencia de una organización que asuma su defensa y transformación.

En esta perspectiva es que estimamos que su vigencia y capacidad de actuación en consonancia con el imperativo ético e histórico implícitos en los propósitos de emancipación popular, suponen el aporte de un partido plenamente inserto en estos fines, más cuando la coyuntura de hoy nos refiere al profundo cuestionamiento que el mundo de la educación viene haciendo de las condiciones generales de acceso y calidad a los procesos formativos en todos sus niveles. Y si bien la especificidad de la movilización es de suyo relevante, la apreciación que de este debería asumir el PCCh no podría perder de vista el potencial de transformación sistémica que implica: el emplazamiento a las condiciones de
financiamiento y de gestión mercantilizada de la educación, es la hebra que bien puede alentar al desarme de todo el tejido de control capitalista y político (binominal) que afecta las condiciones generales de vida de la población chilena. Más explícitamente, no creemos errar si diagnosticamos el momento como de inicio de un nuevo ciclo de articulación del cuerpo político popular cuyos contornos y características democratizadoras y no capitalistas no podrían soslayarse por el PCCh en la medida que aspire a ser parte de su desarrollo. No será a base de los restos mortales de las estructuras políticas que hoy decaen que la causa democrática y popular podrá avanzar.

Tras la década de oro neoliberal-concertacionista de los 90, el nuevo siglo social abrió con síntomas de desasosiego que lentamente fueron adquiriendo vigor: del “mochilazo” del 2001, a la movilización secundaria del 2006, hasta llegar a la consigna antisistémica general de “fin al lucro”, en nuestro último par de años ¿cómo fue visto esto por parte de la dirección del PCCh? Desde luego, con simpatía y apoyo, pero sin hacer de ello un dato de análisis que previera el incremento en una teorización y de una práctica de lo político y de la política apegados a las nuevas tendencias emancipatorias. En vez de ello, los acontecimientos protagonizados por el ámbito educacional han sido subsumidos por el PCCh a una lógica que, hasta ahora, se expone como principalmente supeditada a la rentabilidad de su inserción en la institucionalidad del poder establecido. Se está consumando así un movimiento cuya paradoja está a la base de las tensiones que hoy expresa este partido: justo en los momentos en que la sociedad iniciaba sus acciones defensivas (años 2000) que devinieron en la insostenibilidad de la lógica del negocio privado, el PCCh comenzó a surcar las aguas del acuerdo sin proyecto propio, colocándose en una situación aún más precaria que la vivida por este partido a inicios de los años 90. En efecto, si hasta mediados de la década pasada el PCCh supuso la posibilidad de romper el binominal desde “afuera” de este, más tarde, sucumbiendo a la evidencia en contra (derrotas electorales y, por sobre todo, ningún aprovechamiento de su capital electoral en legisladores y alcaldes), cambió de parecer, potenciando la idea de que la transformación institucional sólo podría alcanzarlo desde adentro del régimen político, iniciando, por vía concertacionista, una inserción que hoy está a punto de consumar.

Con lo expuesto, queremos dejar en claro que no es la mera tematización de la alianza con la Concertación lo que nos preocupa, sino que su verificación se esté haciendo en términos completamente inconvenientes para las potencialidades de la organización partidaria, para la restitución de un programa de izquierdas, y para los propósitos de cambio en las estructuras del país. No se trata –dejémoslo claro de inmediato- de postular un camino propio sin atención a las condiciones de contexto y de factibilidad del mismo. Que así sea propiciado por parte de algunos más a la izquierda del PCCh, nos parece un error y una manera históricamente irresponsable de proponer la política revolucionaria, no menos criticable, por facilista, que la emprendida desde hace algunos años por la dirección comunista. Lejos de ello, postulamos que el PCCh debería actuar de pivote en la materialización de una fuerza social, moral y política que, dispuesta siempre al diálogo y al entendimiento con todas las fuerzas antineoliberales y democráticas, persiga un genuino cambio de orientación entre las fuerzas de la centro izquierda chilenas.

¿Qué ha llevado al PCCh a no estar a la altura de las exigencias de este momento (y de otros en el pasado), derivando hacia decisiones que confunden y postergan su rol en la política chilena? Para responder a esta pregunta necesariamente debemos acudir a un esquema analítico proveniente de la misma historia del PCCh, pues si bien las características e intereses inmediatos de los sujetos actuantes en su interior no son irrelevantes, creemos que hasta que no haya una modificación sustancial en las prácticas del poder de la vida partidaria, los factores estructurales que lo configuran, seguirán determinando una conducción propensa a las rigideces y la imposición de visiones unilaterales.

¿Cuáles han sido los caracteres primordiales del modo decisional comunista? En la forma y en su contenido, la ejecución de prácticas proclives al monismo concéntrico asentado en la adhesión radical al mismo por la voluntariedad en ello implicada. En los hechos, esta modalidad es tan crucial y definitiva, que sus efectos informan vivencialmente la manera de resolución de la presencia pública del partido o, en otras palabras, la normativa y ciudadanía internas sancionadas por estatutos y reglamentos, siempre desempeñarán un rol funcional y secundario delante de las exigencias reduccionistas del monismo concéntrico. De ello se deriva que, sin desconocer de nuestra parte que entre los espacios de habla de la militancia comunista muchas veces se puede llegar a producir un debate amplio y de posiciones diversas, este ánimo discutidor y deliberante por lo corriente no será tomado en cuenta por los canales de comunicación internos ni por las autoridades superiores, suscitándose tanto el descontento abierto de unos pocos, como la resignación inerme de la mayor parte.

Ahora bien, siendo esta, como hemos dicho, la modalidad decisional fundamental en la cultura organizacional comunista, su aceptación y defensa corporativa ha dependido de la entrada en juego de otra variable complementaria que dice relación con la capacidad y eficiencia que disponga el panóptico cupular para dotar al cuerpo militante de un relato constructor de sentido y de justificación de la actuación colectiva. Ausente o escasamente diáfano tal relato justificatorio, el mecanismo decisional no vacilará en mostrar la crudeza del poder sin más a fin de limitar el desbande y la crítica de que será objeto por parte de quienes aspiren a ocupar el lugar de los que resulten desbancados. Finalmente, tenemos que tanto en el camino de restablecimiento de la estabilidad concéntrica –movimiento que se lleva a cabo por medio de sucesivos ajustes y donde nadie puede sentirse del todo seguro-, como en la fase de su desenlace conclusivo, el tránsito siempre importará la apelación a los valores y figuras primigenias de la organización, ocasionándose la reapropiación de su capital simbólico-identitario.

Si, de una parte, exponemos nuestra alarma por el modo como el PCCh está llevando a cabo el compromiso electoral con la Concertación, y, de otra, caracterizamos la manera como este partido resuelve internamente su conducta, es porque en la conjunción de ambos aspectos vemos plasmarse un modo de hacer política revolucionaria que no debería seguir reproduciéndose, llamando la atención respecto de la necesidad de cambiar sustancialmente este tipo de prácticas.

La situación nos lleva a proponer dos rangos de preguntas. Unas, de orden inmediato, otras de más profundo alcance. Entre las primeras, es dable señalar: ¿Es que acaso la dirección partidaria supone que un acercamiento a la Concertación redundará en avances reales para las condiciones de vida de la población del país? ¿Estima que con algunos cupos más en el Legislativo podrá alterar mayormente el poder neoliberal? ¿No considera que cualquier “beneficio” en este sentido vendrá aparejado de obligaciones y retribuciones que afectarán notablemente sus posibilidades de maniobra y autonomía?

En cuanto a las de mayor alcance, nuestra inquietud se vincula con la convicción de que el PCCh no cuenta con ideas ni proyectos lo suficientemente coherentes y capaces de dar una nueva construcción de sentido y aliento a la lucha popular. Carente desde hace bastante tiempo de ellas, no ha hecho sino deambular en el escenario social y político: mientras en los 90 sólo atinó a salvar cierto patrimonio identitario manifestándose refractario a la administración concertacionista neoliberal, desde hace unos cinco años ha buscado ponerse al alero de tal alianza como forma de salir de su orfandad, asunto que se ha visto favorecido por el creciente deterioro y desprestigio social que ha experimentado la Concertación. De ahí que no dudemos en sostener que este acercamiento PCCh-Concertación no sea sino el encuentro entre dos tipos de necesitados: el de los que buscan allegarse a la mesa del poder (fantaseando con su “transformación desde adentro”), y el de los que creen que, con tal invitado, a pesar de no ser de su gusto, se les hará menos complicado seguir usufructuando del poder (fantaseando en que podrán mantenerlo)

Para un partido pobre en proyectos y recursos materiales, la expectativa de acceso al poder estatal mediante cargos parlamentarios, puestos de trabajo en la administración pública y otras posibilidades asociadas, resulta una enorme tentación. Una visión conservadora de la política puede favorecer tal opción pues se asume que el único camino de abordaje de lo real es la asunción de lo existente, resultando plenamente justificada la decisión. El punto es que por esa fórmula se deja de lado el enorme peso ideológico ahí presente: aún si se pensara que lo que se hace es para proyectar la transformación de lo real, lo concreto es que la ligazón con ello prontamente reflejará lo ilusorio y contradictorio del trance.

¿Cómo evitamos la trampa de la ilusión conservadora, más cuando suponemos que hablamos desde una posición partidaria que se define por el cambio? Desde luego, teniendo claridad sobre las consecuencias e implicancias de lo que se resuelva en sentido “realista”, lo que equivale a decir que, si bien puede darse el compromiso conservador, sus efectos deberían ser progresistas. Para ello deberían satisfacerse dos objetivos: 1. El paso conservador debe darse desde una posición clara y concisa, determinada por un dato que se ha tornado empíricamente relevante: desde un ángulo vital, es la Concertación la que necesita al PCCh, y no a la inversa, urgencia que debe hacerse valer por el PCCh especialmente al inicio del eventual acuerdo pues, una vez realizado, ya no les seríamos tan útiles; y 2. En el tiempo que media entre el acuerdo y la verificación de las elecciones, el PCCh debe tomar la iniciativa en la construcción de un programa de cambios cuyos enunciados deberían exponerse al momento del punto 1, quedando para el período pre-eleccionario la determinación de sus contenidos. El escenario posterior al hecho electoral no lo podemos someter a proyección alguna, no obstante, en coherencia con lo descrito, es evidente que debería ser tratado por el PCCh con una lógica de examen permanente, de manera de hacer valer su opinión y decidir, si es llegado el caso, la desafectación de los compromisos que se hubiesen establecido.

El ciclo de dominación que el neoliberalismo inaugurara hace 25 años, ha entrado en una fase de crecientes dificultades de aceptación social, y si bien estos problemas de legitimidad no importan lo que algunos, llevados por el entusiasmo, han calificado como “derrumbe del modelo”, a lo menos sí podemos estar de acuerdo en que lo que viene aconteciendo no es pasajero ni superficial, al contrario, la magnitud y características del hecho está dando cuenta de la acumulación de un magma crítico que no es ni será dable abordar con acierto desde el puro giro conservador, por muy rutilante o prometedora que pudiera llegar a ser la presencia de algunos jóvenes comunistas en el Congreso.

¿Ha vivido el PCCh una circunstancia similar en su pasado centenario? Tal vez si lo más cercano haya correspondido al tipo de inserción en la escena política chilena que este partido materializó hacia mediados de los años 30 del siglo XX. Por entonces, el giro partidario -que confluiría en el mítico Frente Popular- si bien tuvo el mérito de hacer transitar a la organización desde un dogmatismo cerrado a otro más abierto, ello no fue óbice para que las tempranas discrepancias experimentadas con los aliados, redundaran en la perdida de vista del “programa de gobierno”, atándose la conducta comunista a idas y venidas que costaron la cabeza de varios de sus principales dirigentes, sin olvidar, como guinda del período, la represión videlista. De esta experiencia se sacarían más tarde algunas lecciones, siendo la principal la de volcarse a la conformación de fuerzas de izquierdas (FRAP – UP) ¿Estamos proponiendo con esto que el actual acuerdo está condenado al fracaso de antemano y, por tanto, es un paso equivocado? No. Si así lo sostuviéramos, bien se nos podría desechar por fatalistas o pesimistas, cuando no de engreídos o practicantes de fantochería intelectual, tan abundante entre los círculos de la historia y otras área de la opinión. Si algún valor tiene el conocimiento histórico, este no es otro que el de buscar balizar y poner a consideración del presente lo que otros, colocados en el pasado en parecidas condiciones, hicieron y consiguieron, y ello no para ofrecer al día de hoy un dictum final, moralizante y hasta profético, ni menos para “advertir de los riesgos” (en política y la vida en general, el riesgo siempre está y debe ser enfrentado) si no, para, de un lado, hacer menos ilusoria la decisión actual y, de otro, acometer lo que nos corresponde siempre hacer, y no dejarlo pendiente, mediatizarlo, o a la espera de. En esta perspectiva, lo peor que nos podría ocurrir es “equivocarnos”, es decir, que las cosas fuesen mejor de lo que con cautela y la acción propia en ristre supusimos, “error” que, claro es, será siempre bienvenido.

Manuel Loyola T.

Historiador comunista.

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