Charles Aznavour está de pie en el escenario, vestido con una camisa negra y un traje en el mismo tono, que oculta sus suspensores rojos y contrasta con su pelo absolutamente canoso. La ovación que le brinda el Teatro Caupolicán es rotunda. Desde la primera hasta la última fila, allá arriba en la platea, están prácticamente copadas y todos lo aplauden con una particular mezcla de agradecimiento y veneración. La escena parece el final de un concierto, pero en realidad es la primera imagen en la presentación que el cantante de origen armenio hace en la noche del sábado en Santiago: antes de pronunciar una sola palabra, antes de siquiera insinuar una nota, ya está lleno de aplausos.
Shahnourh Varinag Aznavourian nació en París hace casi 93 años y eso es evidente. Sus movimientos son limitados y, a ratos, sus manos tiemblan como su voz, así que se mete la izquierda en el bolsillo para disimularlo un poco. En algunos instantes se sienta como para volver a tomar aire. Y la memoria también le falla, pero se lo toma con liviandad: en más de un pasaje del concierto bromea con las tres pantallas que tiene a sus pies para recordarle las letras, especialmente de aquellas canciones que elige interpretar en español. Aunque maneja el idioma, prefiere el francés para comunicarse con el público, para presentar a su banda y para explicar su idea de lo que es una canción, aquel artefacto musical que lo ha movido por décadas.
El paso del tiempo es evidente, sobre todo, en la primera parte del concierto. La voz de Aznavour ya no tiene el caudal de antes y, por momentos, arrastra las palabras, a medio camino entre el recitado y la canción; para eso, el sexteto y las dos coristas que lo acompañan tocan a un volumen discreto, distinto a la masa orquestal de las grabaciones clásicas. En una pieza enorme como “Morir de amor” los desajustes son evidentes, pero a medida que pasan los minutos Aznavour parece revitalizarse, como si cada una de las canciones le inyectaran nuevas energías. Cuando hace un dúo con su hija Katia, una de las coristas, y cantan “Je voyage”, esa canción que habla de últimas primaveras y del pasado, suena conmovedor. Cuando entona composiciones como “Il faut savoir”, “She”, “Hier encore” o “Quien”, revela la estatura de clásico de la chanson que le pertenece por derecho propio. Cuando interpreta “Les plaisirs démodés” le recuerda a todo el teatro que también fue un actor avezado y repite ese ejercicio de bailar consigo mismo, como lo ha hecho por décadas. Y cuando llega el momento de “Les deux guitares” hasta se entusiasma con unos pasos acelerados alrededor del escenario, como si hubiera rejuvenecido.
Así, en el instante en que Charles Aznavour enfrenta la recta final del concierto, cuando llega a 22 canciones, es como si hubiera hecho un breve retroceso en el tiempo. Canta “Venecia sin ti”, “La boheme”, “Emmenez moi”, tira su pañuelo blanco al público y se va del escenario. Sin ofrecer un bis, solo vuelve para agradecer los aplausos, que suenan más fuertes que una hora y media atrás.