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Vivir la pena de muerte


Martes 13 de febrero 2018 9:15 hrs.


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Las murallas de los cementerios y cuarteles guardan las fotos de los hombres y mujeres que han sido llevados para que paguen sus deudas. Algunas ciertas y muchas más inventadas al calor y la alegría de los vencedores, en esos momentos y tiempos cuando su obra criminal se ve reflejada en los hombres humillados, derrotados, indefensos, sin espacio para que alguno cuente su historia de vida, su época y sus letras en los últimos momentos.

En Chile el asunto de la pena de muerte se asoma cuando algún crimen aparece desbordando la razón y el entendimiento.

Criminal fusilado asunto resuelto claman algunos, y cuelgan monos de trapo pendiendo del cuello en un puente de la Comuna de Providencia de Santiago, algo más arriba que Plaza Baquedano.

Sucede que la humanidad avanza en sentido contrario a la pena de muerte y muy lentamente, demostrado está que los índices de criminalidad no bajan luego de haber ejecutado al o los responsables a bala o con inyección letal. Muchos inocentes fueron arrebatados para dar respuestas políticas sin importar defensa, ni pruebas, ni testimonios, basta recordar entre esos miles, los de Sacco y Vancetti. Pasaron muchos años para que se establezcan derechos inherentes a la persona. Largos y dolorosos decenios para que finalmente se considere que la tortura es un crimen de Lesa Humanidad y que no se puede practicar.

Israel contempla la aplicación de tortura en su ordenamiento jurídico al sostener que bajo tormento se pueden prevenir atentados y salvar vidas.

Corren los años 80 y en la Cárcel Pública de Santiago habitan una cincuentena de presos políticos en su mayoría militantes del MIR y de la Resistencia Popular. Todos fueron detenidos y luego torturados por semanas en los cuarteles de la CNI que se conoce como Cuartel Borgoño. En ese lugar trabajaba Alvaro Corbalán Castilla y su banda de asesinos, elegidos a dedo y que estaban convertidos en Dios, era él/ellos quienes decidían quien debía vivir o morir, así eran esos tiempos.

Federico Alvarez Santibañez, profesor y militante del MIR fue torturado por la CNI, moribundo fue entregado en la Penitenciaría. Murió en la Posta Central a consecuencia de los duros y violentos apremios físicos a los que fue sometido.

“Dios es quién te da la vida y la muerte. El está ocupado en estos momentos así que de eso nos encargamos nosotros”. Frase de bienvenida para detenidos en los cuarteles de la CNI.

Luego de algunos años en proceso los fiscales militares comenzaban a dictar sentencia, extremadamente difícil eran asumir las defensas de los presos políticos. Abogados amenazados por la CNI, muchos agredidos, micrófonos en los recintos donde los detenidos se entrevistaban con sus abogados, grabaciones que posteriormente Gendarmería entregaba a fiscales militares y CNI.

Veinte/treinta/cincuenta años/cadena perpetua/ y pena de muerte. Todo sucedía natural, un ritual de la muerte que por años han practicado los militares.

Victor Zuñiga (1), Raúl Castro (2), Jorge Palma, Carlos Araneda, Fermín Montes, Rolando Cartagena y otros en esos años recibieron en voz alta la petición de la justicia militar de pena de muerte por acciones realizadas desde la resistencia contra la dictadura militar, en un Chile donde no existía Estado de Derecho y la rebelión estaba contemplada en el Sexto Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Los presos políticos con petición de pena de muerte fueron defendidos por abogados del Comité de Defensa de los derechos del Pueblo (Codepu).

Las altas murallas de cemento guardaban la dignidad y valentía de hombres y mujeres que se alzaron en armas para detener ese regadero de dolor y muerte que practicaban las Fuerzas Armadas y Carabineros. Eran delicados y violentos, pocos se acercaban a las prisiones para solidarizar con los condenados a muerte. En las calles de Santiago y provincias las murallas reclamaban el derecho a la vida de los condenados y la solidaridad internacional daba batalla contra los esbirros de la dictadura con pasaportes diplomáticos. Los pocos medios de comunicación en Chile hicieron correr toda la tinta necesaria para detener los intentos criminales de los militares.

Verlos caminar tranquilos y sencillos por los pasillos de la cárcel entre rejas, cerrojos, candados, apoyados y sostenidos por la solidaridad, sus compañeros y familiares era una batalla que era posible ganar. Defender la vida era doblarle la mano a Pinochet y ese largo listado de traidores, que no tuvieron el valor de negarse a un cañonazo de dólares disparados desde la CIA. Todo un completo batallón de traidores.

Victor Zúñiga habló alguna vez de tener que caminar hacia el patíbulo no le provocaba miedo, sencillamente la pena de no haber tenido mejor puntería cuando falló al que dijo que los detenidos desaparecidos lo tenían curco. Raúl Castro sabía que había acertado un duro golpe a la CNI, cuando una mañana cayó merecidamente muerto Carlos Tapia Barraza, jefe de un equipo de torturadores en el Cuartel Borgoño.

Fueron muchos años en la prisión, todos los que la habitaron en esos tiempos sabían que habían entregado su vida de forma generosa para alterar el curso criminal que imponían las Fuerzas Armadas. No hubo pena de muerte y los condenados no contaron nunca los días y todos los años de condena que cumplieron. Esa es una batalla ganada desde el lugar donde el hombre se encuentra más indefenso al que los fueron a botar para que el tiempo los olvide.

Porque el olvido está lleno de memoria no los olvidamos.

(1) Víctor Zúñiga Arellano murió en 1985 cuando intentaba una fuga desde la Penitenciaria de Santiago.
(2) Raúl Castro Montanares falleció de un paro cardiorespiratorio, y en completa calma con su conciencia.