Detrás de la batalla urbana que se ha vivido en las últimas horas de estallido social, violencia de Estado y vandalismo civil, se despliega otra conflagración entre el clamor contra la desigualdad y la exaltación del miedo. La declaración de guerra del Presidente Piñera intenta empatar el grito del agobio con el juicio a la devastación de la propiedad pública, como si ambos no tuvieran el mismo origen de ausencia del Estado. Astuta pero cortoplacista manera de eludir el nuevo pacto social al que ha sido invitado.
Durante las primeras horas de protesta, el movimientos social logró imponer la cruda imagen del sacrificio cotidiano por la supervivencia de una mayoría precarizada. De ahí que en su incapacidad de contener el estallido con pericia y gobernanza, el gobierno optó por la vieja treta de suspender las libertades y transferir a la ciudadanía la responsabilidad de combatir a las turbas violentas. El vandalismo ha sido la excusa perfecta para postergar una agenda social que vaya al fondo del problema.
Como en cualquier sociedad civilizada, no se ha escuchado a ningún actor de esta crisis soslayar la excecrable destrucción de estos días. Paradójicamente, poco se ha oido sobre condena a la desprotección negligente de la infraestructura amenazada y el flagrante abandono de los espacios en riesgo, por los cerca de diez mil efectivos policiales y militares que sacaron de sus cuarteles, precisamente para protegernos. Alcaldes y vecinos han clamado durante horas por el resguardo del Estado, pero muy pocos agentes del orden y la seguridad llegaron a tiempo para detener los saqueos y el vandalismo desatado por los delincuentes.
El compuesto explosivo de este desborde social fue resultado de una receta archi-conocida en la historia y en las experiencias recientes de distintos países, como Francia, Ecuador, Puerto Rico, entre otros: cocción a fuego lento de ingredientes como espontaneidad de la protesta, ausencia de organización ciudadana, inexistencia de liderazgo y, especialmente, demasiado tiempo de malestar contenido por la ilusión del desarrollo. Todo esto, en un marco de absoluto descrédito de las instituciones, además de un Gobierno desbordado por su incompetencia.
Primero ardieron los símbolos de un transporte público caro y defectuoso, después los supermercados, los bancos, edificios corporativos de empresas de malos servicios básicos y así, suma y sigue, hasta que las bandas organizadas de delincuentes se tomaron por asalto las comunas más pobres; mientras la industria televisiva se da un festín de rating, mirando a penas de reojo las violaciones a los derechos humanos.
La primera respuesta, – no sabemos si inepta, ingenua o conspirativa- consistió en un operativo del manual de emergencias para desastres de la naturaleza. Estado de excepción, toque de queda y militares a cargo del orden; como si se tratara de una pataleta de inberbes malcriados que no saben lo que quieren. Se intentó infantilizar a los ciudadanos con una supuesta empatía de educadores de párvulos: -“tranquilitos chiquillos, si se portan bien les daré un premio”.
Pero sus interlocutores son personas adultas que aunque subvaloren la democracia, saben que no existe otra forma de convivencia y, por lo tanto, desafían el toque de queda, ignoran las ballonetas y protestan con alegría, paz y esperanza. Jóvenes formados en el pingüinazo de 2006, las movilizaciones del 2011 y el mayo feminista de 2018. Muchachos que ya son bastante adultos, pero no vivieron en dictadura ni le temen a los militares. Y éstos últimos, los uniformados, no se formaron en la Escuela de las Américas ni se entrenaron en la doctrina de seguridad nacional.
Hasta ahora, la añorada política, esa respuesta que si llega a tiempo evita desgracias, a penas se asoma con una tardía suspensión del alza del pasaje del metro.
Y a propósito de hacer política, la oposición tradicional poco pudo hacer atrapada en su propia irresponsabilidad, ante un estallido que -bien lo saben- se viene larvando desde sus gobiernos. Un poco más allá, el Frente Amplio leyó mejor la contingencia, incluso la anticipó, pero carece de incidencia social y territorial, de manera que tampoco ha podido ayudar a la inorgánica expresión de este proceso.
La noche del domingo pasamos a la segunda fase de esta estrategia, también del manual de manejo autoritario de crisis: una declaración de guerra por parte del Presidente constitucional, al enemigo interno del vandalismo organizado para sembrar el maléfico caos. Insólita contradicción con el señor de las armas a cargo de restringir las libertades, según el cual no está en “ninguna guerra”.
Al comenzar la semana, apreciamos protestas aún más masivas, combinadas con un miedo irracional al desabastecimiento, la peligrosa organización de grupos vecinales de autodefensa y el llamado a reestablecer el orden ¿Qué orden? ¿el mismo del abuso y la deigualdad? Eso es al menos lo que anticipa La Moneda, instando a retomar el diálogo en torno a sus reformas previsional y tributaria. Ridículo, por decir lo menos.