José Aldunate Premio Nacional de DDHH: La sotana contra la opresión

El sacerdote jesuita es una de las figuras más lúcidas, comprometidas y consecuentes de Chile en los últimos 100 años. De origen aristócrata, Pepe entendió que la única manera de seguir a Cristo fue ponerse siempre, siempre, del lado de los perseguidos.

El sacerdote jesuita es una de las figuras más lúcidas, comprometidas y consecuentes de Chile en los últimos 100 años. De origen aristócrata, Pepe entendió que la única manera de seguir a Cristo fue ponerse siempre, siempre, del lado de los perseguidos.

 

“Sólo veo al inmolado de Concepción que hizo humo

de su carne y ardió por Chile entero en las gradas

de la catedral frente a la tropa sin

pestañear, sin llorar, encendido y

estallado por un grisú que no es de este Mundo: sólo

veo al inmolado”.

“Solo veo al inmolado”, decía Gonzalo Rojas en un poema. Y efectivamente esa imagen, la de Sebastián Acevedo, el padre prendiéndose frente a la Catedral de Concepción, el 11 de noviembre del 1983, en protesta, denuncia y angustia por la detención de sus hijos a manos de la CNI, se convirtió en un hecho que remeció la conciencia nacional, incluso en momentos en que la violencia era cotidiana y hacía perder la capacidad de asombro del país.

Esa conmoción era también la de la Iglesia Católica forjada por Raúl Silva Henríquez, que venía, desde su acto fundacional de donar tierras a la Reforma Agraria en la década del 60, expresando su opción preferencial por los pobres, como pregonaba la doctrina surgida desde el Concilio Vaticano II. En esa generación de sacerdotes se fraguó el jesuita José Aldunate, quien tal como el padre Antonio de la canción de Rubén Blades “no funcionaba en el Vaticano, ente papeles y sueños / de aire acondicionado; y fue a un pueblito, en medio e’ la nada / a dar su sermón”.

Resultó natural y ejemplar de una época, entonces, que el “Pepe” con sus hábitos religiosos fuera una de las caras visibles del Movimiento contra la Tortura Sebastián Acevedo, grupo de activismo pacifico que nació para denunciar los centros de tortura y los abusos de la dictadura.

Este 1 de junio, el sacerdote ha sido distinguido con el Premio Nacional de Derechos Humanos 2016. Casi un siglo antes, en 1917, nació José Aldunate Lyon en una acaudalada familia santiaguina. Recuerda de sus primeros años que aprendió a hablar inglés antes que castellano y que su hogar estaba lleno de institutrices. A los 10 años partió con su familia a Londres y fue matriculado en un colegio jesuita. Destacó en el rugby y en las notas como el mejor del curso, periodo que según confiesa forjó su carácter y que culminó abruptamente con la crisis mundial conocida como la depresión de 1929. De vuelta en Chile, entró al Colegio San Ignacio para continuar su formación bajo la influencia jesuita.

Luego de ordenarse sacerdote en 1946, su primera tarea en Chile fue sumarse como ayudante a la tarea que el padre Alberto Hurtado llevaba a cabo en la ASICH, la Acción Sindical Chilena. En esa tarea cotidiana se forjó su compromiso de por vida con los sindicatos y la organización popular. Como jesuita y como discípulo del Padre Hurtado, uno de sus propósitos fue confrontar el legado del futuro santo con la imagen punta roma que se pretendió construir de él. En su recuerdo y opinión, “llegó un momento en que el Padre Hurtado comprendió que lo decisivo no era la caridad, la bondad, hacer el bien. Lo decisivo era la justicia. La sociedad debía ante todo buscar la justicia, que está más allá de la caridad. Hay que ser justo en primer término y después pensar en ser caritativo. Un empresario debía pagar salarios justos y después podía hacer la caridad”

Hay que considerar que, por procedencia socioeconómica y sólida formación intelectual, Pepe Aldunate tenía todas las condiciones para hacer carrera en la Iglesia Católica y convertirse en purpurado. A la muerte del Padre Hurtado, le sucedió en la dirección de la revista “Mensaje”, antes de asumir una serie de cargos directivos, entre los que destacaron el de provincial de la compañía jesuita, la coordinación en el Centro Bellarmino, y más adelante la de secretario de la Conferencia de Religiosos, Conferre.

Pero su origen fue aristócrata y su destino obrero. Lo que, tal como en los 50 le unió a Alberto Hurtado, le hizo encontrar luego en el camino a Esteban Gumucio, Mariano Puga y otros que desde parroquias y capillas se interpusieron en tiempos de dictadura entre las fuerzas represivas y los perseguidos, junto a la Conferencia Episcopal de esa época. Hay que recordar que en el contexto del colaboracionismo de la Iglesia Católica española con el franquismo y de la argentina con la junta militar que gobernó ese país entre 1976 y 1983, resultaba una particularidad el compromiso que tomaron en Chile los curas y obispos. La acción de aquel grupo de corajudos sacerdotes fue magistralmente retratado por el documental de Patricio Guzmán “En nombre de Dios” (1986), que tomó su nombre de la última prédica del obispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero, quien antes de morir asesinado en 1980 dijo a los militares: “Les ordeno en nombre de Dios ¡cese la represión!”

En entrevista realizada en 2013, el documentalista Guzmán afirmaba que bajo el sustento doctrinario de la Teología de la Liberación “hubo una gran organización de base que la Iglesia Católica tenía en América Latina para ayudar a las masas populares, apoyados por las mejores inteligencias del Brasil y de muchos otros países. Eso yo lo vi con mis propios ojos porque conocí personalmente a todos esos teólogos. Es extraño decir esto, pero el papa Wojtyla era mucho más anticomunista que católico. Y Ratzinger fue su ejecutor. Y para qué hablar de Chile: la iglesia chilena era una maravilla, después de la brasileña, ésta era una cantera de tolerancia y los obispos no eran pechoños, eran hombres de Estado, que pensaban en el país y no en su credo, eran impresionantes y por eso Allende también tuvo en ellos un apoyo importante”.

En 1975, y recogiendo su experiencia previa en la Revista Mensaje, Aldunate fundó la revista clandestina “No podemos callar”, que más tarde pasó a llamarse “Policarpo”, en recuerdo del obispo del siglo II despedazado por los leones del circo romano. Esta publicación, que circulaba entre las comunidades cristianas de la época, difundió detallada información sobre la represión e instaló el debate sobre los tipos de dilemas éticos que se producían en ese periodo de excepción. Se editó hasta 1995 y años después, el padre Aldunate donó la colección completa al Museo de la Memoria.

Recordando su rol en dictadura, Aldunate afirmó al sitio web de Villa Grimaldi que “al principio tuve alguna actividad en meter la gente en las embajadas, el llamado empuja potos por encima de la muralla, la gente para sacarlos de circulación, pero lo de Sebastián Acevedo, eso fue… en realidad es la historia de un grupo. Yo fui vocero de un grupo de esos que a veces nombran o conocen más. Como yo era un poco mayor y siendo también sacerdote, tenía más respaldo porque es un grupo clandestino, entonces tenía que salir a la luz pública y hacer grabaciones y dar a conocer el movimiento a los extranjeros y todo. Así es que eso me tocó a mí”.

En este caso, tal como en el momento inicial de su inserción en el mundo obrero, Aldunate insistió en la importancia de la acción, del testimonio. Del valor que tiene vivir los problemas sociales y no solamente hablar de ellos.

Resulta decidor que un ser humano que para muchos es un santo se haya convertido, en la última etapa de su vida, en una figura incómoda para la cúpula de la Iglesia Católica. El arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati, fue objeto de duras críticas el año 2014 cuando se supo que había enviado un expediente al Vaticano sobre Aldunate, Mariano Puga y Felipe Berríos, debido a que sostenían una posición “conflictiva y crítica a su conducción” en temas como la reforma educacional, el aborto, el matrimonio homosexual y la desigualdad.

Ezzati dijo que no acusó, que solo envió información. Sutilezas semánticas aparte, Aldunate afirmó, a sus entonces 97 años, que “el liderazgo del Papa Francisco ha sido muy importante, y sería bueno que se reprodujera en el liderazgo de la Iglesia chilena. O sea, que nuestro cardenal Ezzati pudiese concordar con la actitud del Papa”.

El enorme legado de José Aldunate lo pone a la estatura de los seres humanos más virtuosos que la Iglesia Católica chilena ha aportado al país, junto a Alberto Hurtado y Raúl Silva Henríquez. Y nos deja también una reflexión para el país del presente y del futuro: “la sociedad está exigiendo transformaciones y cada vez más profundas. Algunos dirán, bueno ahora hay democracia y antes había dictadura, pero ¿esta democracia es la que realmente queremos o necesitamos? Una democracia en que reina el dinero, donde ricos tremendamente ricos y hay personas muy pobres. Un modelo que es simplemente el liberalismo sin frenos, en que sólo los que poseen recursos pueden acceder a todo lo que quieren. Entonces hoy en día se va mucho más a fondo que antes que cuando luchábamos contra la dictadura. Esta democracia no es la que tendríamos que tener”.

Seguimos escuchando la voz de Pepe Aldunate.





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