El fallo del Tribunal Constitucional que la semana pasada rechazó la glosa presupuestaria propuesta por La Moneda para dar un tibio inicio a la promesa de educación superior gratuita en 2016 no debería sorprender a nadie. La improvisación del gobierno en materia educacional ha sido una constante. Y no es sólo de ahora, sino al menos desde 2011 cuando los universitarios chilenos salieron a las calles exigiendo una educación pública, gratuita y de calidad, y Piñera pensó que podía “comprar” al movimiento estudiantil aumentando las becas y bajando las tasas de interés de los créditos para estudiar.
Lo grave del último fallo del Tribunal Constitucional (TC), cuyas decisiones son inapelables, es que también señala un accidentado camino para la reforma laboral, la ley de aborto, el matrimonio igualitario y, probablemente, para cualquier iniciativa más progresista que no sea del agrado del conservadurismo chileno.
En esto no hay que engañarse. Desde que fuera creado en plena dictadura en 1981, el Tribunal Constitucional ha sido la guillotina de la derecha y del poder permanente de nuestro país: la instancia final donde, en la mayoría de los casos, se frena el avance político y social (una reforma constitucional en los meses finales del gobierno de Eduardo Frei Montalva creó un Tribunal Constitucional que funcionó entre 1970 y 1973, aunque es probable que este haya sido creado como un mecanismo de defensa ante la posibilidad de un triunfo electoral de la Unidad Popular).
“Aquí se va a frenar todo”, afirma un abogado muy familiarizado con el funcionamiento interno de ese organismo autónomo del Estado. “Si alguien en la UDI interpone una queja por la reforma laboral, será pan comido”, explica esta persona. “Por ejemplo, la titularidad sindical atenta en contra del principio de la libertad de negociación de los trabajadores, es decir, eso se puede parar fácilmente”.
Actualmente, los 10 miembros del Tribunal Constitucional son un fiel reflejo del duopolismo criollo que ha imperado en los últimos 25 años. Todos son miembros, o ideológicamente cercanos, a la ex Concertación o a la Alianza. Sólo que ahora la derecha tradicional está en ventaja, al contar con seis ministros en esa corte versus los cuatro de la ex Concertación.
Así las cosas, el camino de la obstrucción está bastante despejado para la oposición. Pero también para algunos miembros de la Nueva Mayoría, como lo son los príncipes de la Democracia Cristiana, que se espantan con el aborto, el matrimonio igualitario o con que la gratuidad en la educación superior comience con las universidades estatales y tradicionales pertenecientes al Consejo de Recortes de las Universidades Chilenas (CRUCH).
Sin embargo, los llantos de La Moneda y de gran parte del oficialismo respecto al fallo de la semana pasada parecen ser lágrimas de cocodrilo. Después de todo, fue recién en enero de este año en que el Senado controlado por la Nueva Mayoría designó a dos nuevos miembros de ese tribunal. En la previsible lógica del duopolismo, uno fue un militante socialista y otro un ex UDI. Lo curioso es que ninguno de los dos ha sido jamás experto constitucional.
El abogado Nelson Pozo (PS) ha sido acusado de plagiar los escritos de un jurista argentino, cargo que en su momento negó de manera algo extraña, según se afirma en una columna de Pablo Contreras publicada en Ciper en enero de este año: “Este es un tema de hace 30 años y a mí nadie me ha mandado una carta, nadie me ha demandado, este libro yo nunca lo he publicado fuera del país”.
Pero más escandaloso es el caso de Cristián Letelier, un ex diputado de la UDI, quien ha insinuado a la prensa que la homosexualidad es una desviación. En una entrevista al semanario The Clinic en octubre de 2013, el ahora ministro del Tribunal Constitucional hizo una sentida defensa de Jaime Guzmán, el gran ideólogo de la dictadura, ante una película de un sobrino del fundador de la UDI que insinuaba su homosexualidad.
“Para nosotros, sus amigos, no hay nada oculto, para nosotros fue un referente, un ser inolvidable que vivió como un servidor de Cristo”, afirmó el actual ministro del tribunal. “Él era tan excepcional, que era capaz de la sublimación de la sexualidad. Mucha gente común no lo entiende, pero él era un ser superior (…) para Jaime la homosexualidad era casi una enfermedad, porque, decía él, alteraba la naturaleza de procreación del ser humano, por eso que se diga que él tenía una desviación es inaceptable”.
“¿Es tan grave que hubiera sido gay?”, le preguntó la periodista, y Letelier contestó: “Claro que es grave, porque la UDI, la original eso sí, defendía principios cristianos, entre ellos la defensa de la familia. Entonces que se muestre como un desviado, es alterar la esencia más profunda de Jaime”.
Esto podría ser sólo una anécdota, parte de las creencias particulares de cada persona, sino no fuera por el hecho que el ministro Letelier podría en un futuro cercano tener que pronunciarse respecto al matrimonio igualitario. Su independencia de criterio estaría claramente en entredicho. Como le sucedió, de hecho, a comienzos de este año. El 16 de marzo el Tribunal Constitucional admitió un reclamo de los abogados de Patricio Contesse, el ex gerente general de Soquimich, para desechar la petición de la fiscalía nacional de revisar los libros contables de esa minera. Tres días después, Sabas Chahuán pidió que Letelier se inhabilitara de conocer esa causa, que había caído en la segunda sala de ese tribunal a la cual el ex diputado UDI pertenecía, ya que había sido el abogado de una de las secretarias de ese partido imputadas en el caso de las platas irregulares que Soquimich entregaba a campañas políticas.
Letelier y el tribunal alegaron que no existía incompatibilidad ni conflicto de interés, pero, para guardar las apariencias, el 23 de marzo aceptó inhabilitarse de ver esa causa.
Varios de los ministros de ese tribunal de última instancia, cuyo deber es defender el espíritu de la Constitución de 1980, exhiben un historial personal y profesional que está lejos de adecuarse al Zeitgeist actual de Chile. Por ejemplo, la ministra Marisol Peña. En abril de 2008, Peña desempeñó un papel clave para declarar inconstitucional el decreto supremo de la Presidenta Bachelet que permitía que el sistema de salud pública distribuyera la píldora del día después. En enero de 2011, argumentando a favor de un voto minoritario en el tema de la Unión Civil, la ministra Peña afirmó que “la familia constituida por la unión matrimonial estable entre un hombre y una mujer… resulta decisiva para la supervivencia y proyección de la sociedad a través del tiempo”.
Pero esta abogada de la Universidad Católica también tiene entre sus pergaminos un viaje en agosto de 1999, junto al brigadier general del Ejército Juan Carlos Salgado, para visitar a Augusto Pinochet, entonces retenido en Londres.
Así las cosas, ¿a quién le puede extrañar el fallo de la semana pasada o potenciales resoluciones que vengan a futuro?
Las críticas a este tribunal, por existir per se, no se justifican. Después de todo, hay 50 países en el mundo que cuentan con una corte constitucional. Aunque pocas de esas naciones sean del mundo desarrollado, hay algo que algunas los diferencia: defienden constituciones verdaderamente democráticas. Tal es el caso, por ejemplo, del tribunal constitucional de Alemania, situado en la poca conocida ciudad de Karlsruhe. Esa corte es conocida a nivel internacional por su progresismo y defensa férrea de valores democráticos universales.
La nuestra, en cambio, defiende el statu quo y una concepción del país y del mundo proveniente de las estrechas anteojeras de una dictadura cívico-militar latinoamericana de los años 70 y 80.
Así, llegando ya al año 2016, contamos con un tribunal que sistemáticamente defiende intereses particulares y obsoletos. Porque, de verdad, ¿alguien cree que la impugnación de la UDI respecto a lo discriminatorio de la glosa de gratuidad es una defensa de los débiles frente a los fuertes?
A todos en Chile, y ciertamente en el Tribunal Constitucional, nos hace falta volver al sentido común. Cuando la derecha aboga por la igualdad, algo huele mal. Cuando la derecha y la proto-derecha (entre ellos varios de la Concertación) demandan pagar por la educación y consideran que es injusto no pagar, algo huelo muy mal.
¿Alguno de nosotros, en los últimos 20, 30 o 40 años, ha visto tal nivel de compromiso social en la derecha?