A orillas del descalabro institucional

  • 22-08-2016

No se necesita una encuesta para darnos cuenta de que estamos viviendo uno de los momentos más críticos de nuestra historia y convivencia nacional. No es solo la falta de credibilidad de toda la llamada clase política, sino la profunda desconfianza que existe respecto de nuestras instituciones públicas: en el Gobierno, en el parlamento y, como siempre, en los administradores de justicia. También en el desempeño de las policías, como en todo un sistema económico que ha consagrado la más pronunciada inequidad entre los chilenos.

Los niveles de desaprobación de la Presidenta de la República han escalado a una situación bochornosa, cuando ya en América Latina es la peor evaluada por su población, en un país que está tan acostumbrado a ufanarse ante el mundo y sus vecinos. Mientras que a nuestros diputados y senadores todos los días se le comprueban actos de corrupción que señalan su concomitancia con los más poderosos empresarios y cuando son, entre los legisladores de todo el mundo,  los que se asignan los más elevados estipendios.

La confianza que empezaba a lograr el nuevo Ministerio Público para indagar sobre los delitos y formalizar a sus infractores fue recién embadurnada  por la decisión del Fiscal Nacional, Jorge Abbott, de remover a quien investigaba uno de los más importantes casos de soborno a  nuestros legisladores, en un claro intento de amedrentar a todos los persecutores que investigan estos episodios de corrupción. Así como la propia Jefa de Estado, meses atrás, las emprendiera con una querella criminal contra una publicación que daba cuenta del Caso Caval que involucra a parientes muy cercanos suyos, con lo cual se quiso amedrentar al conjunto de los periodistas que a diario vienen destapando una realidad ya ineludible. Es decir que somos un país ya igualado con los peores del mundo en cuanto a la falta de probidad de sus gobernantes.

No son necesarios los sondeos de opinión para que los chilenos comprobemos la irritante injusticia  que permanece en nuestro sistema previsional, cuando los jubilados de las Fuerzas Armadas, gendarmes y policías reciben pensiones de lujo comparadas con las de la inmensa mayoría de los trabajadores acogidos a retiro. Cuando, además,  las cotizaciones que recaudan los dueños de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) aportan a uno de los negocios más lucrativos del país. Más allá de que en materia de sueldos y salarios nos encontramos entre los que exhiben las brechas más pronunciadas en los ingresos de ricos y pobres.

Por lo demás, ya sabemos del descalabro que existe en materia de educación y salud,  cuando se acepta que quienes pueden pagar por sus servicios tengan acceso a establecimientos de alto nivel, mientras que las escuelas y hospitales públicos aumentan su precariedad. Cuando los niños sin hogar mueren y son abusados por centenares en manos del Servicio Nacional de Menores (Sename) administrado por el Estado mediante generosas concesiones a instituciones privadas que lucran, también, con la existencia de estos desvalidos.

El fracaso rotundo de los sistemas de locomoción colectiva, el aumento explosivo de la delincuencia y la inseguridad, los horrores que se perpetran contra nuestra naturaleza y recursos más estratégicos dan cuenta, asimismo, de la codicia de los grandes empresarios abrigados por el sistema, las legislaciones tramposas y la impunidad. Cuando se descubre que la “libre competencia” francamente no existe a la hora en que las castas empresariales fijan sus precios y obligan a los consumidores chilenos a pagar cifras desmedidas por sus productos más esenciales. Cuando por decisión de un gobierno “democrático” se le suprimieran las penas de cárcel a quienes se coludieran con tal propósito. Y el Servicio de Impuestos Internos, por ejemplo, se erige de tapadera de los grandes delitos de evasión y elusión tributaria, cuando estos son perpetrados por las empresas que inyectan la política.

Toda nuestra irritante realidad es la que estalla por fin en las calles y en el estado de descontento nacional. Ello explica que la actual mandataria tenga menos popularidad, incluso, que la que retuvo el propio Pinochet en sus peores momentos;  en que hasta los políticos y dirigentes sindicales autoproclamados de “izquierda” son obligados a abandonar las manifestaciones  populares. Cuando lo que se viene imponiendo en los comicios es la abstención masiva de los potenciales sufragantes.

Debido todo, por supuesto,  a que los partidos políticos han pasado a ser las instituciones más desprestigiadas del país por su falta de propuesta y consecuencia. Ansiosos solo en fabricar candidatos para ocupar los cargos mejores remunerados del Estado, donde un curioso “sistema de reparto” determina los ministros de estado, subsecretarios y  jefes de servicios.  Para nada su capacidad o solvencia moral. Colectividades a las que les quedan solo algunos puñados de militantes que visualizan a éstas como agencias de empleo más que referentes ideológicos.

Es difícil ya llevar una cuenta de todos los políticos ofertados como candidatos presidenciales. Basta que cualquiera discurra en una idea, por baladí que sea, para que inmediatamente se asuma como tal, quizás en la certeza de que después del actual gobierno ya nada podrá parecernos peor, como tampoco podría resultarnos más infausto que a La Moneda retornaran el expresidentes Lagos o Piñera, de tan triste memoria ciudadana. Pero que podrían tener alguna opción  si quienes se abstengan de votar escalaran al 55 o al 60 por ciento de la ciudadanía como se prevé y ya ocurriera, por lo demás, en las últimas elecciones para determinar la más alta investidura del país.

En la derecha y en el oficialismo, sin duda,  hay muchos más candidatos presidenciales que partidos. Algo que también ocurre en todo el resto del espectro o esperpento de referentes políticos,  donde incluso es posible descubrir presidenciales que ya se anuncian para los comicios que vengan después de los del próximo año. Contundentes pruebas, por cierto, de que al interior de los partidos ya no queda coherencia ni identidad ideológica o programática, sino puro caudillismo y afán de lucro electoral.

Ante el descalabro político e institucional, cómo quisiéramos que existieran algunos actos de nobleza y patriotismo. Que los peores evaluados pusieran al  menos sus cargos a disposición y se auto disolvieran, además,  algunos referentes partidistas, sindicales y gremiales completamente desacreditados y sin respaldo social significativo. Sin embargo, lo que se nos ha ofrecido este fin de semana es una nueva candidatura presidencial: esto es la de José Miguel Insulza que en una entrevista a El Mercurio, por supuesto, se nos ofrece como una posibilidad que haga “una diferencia” con la de los demás candidatos. Como si fuera un extraterrestre que viene llegando recién al país, cuando debe ser uno de los políticos que más larga y estrechamente ha estado vinculado al poder, a los gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría. Salvo durante ese paréntesis en que se desempeñara en la Organización de Estados Americanos,  la más vilipendiada de las instituciones regionales.

Sin la decisión de que dejen la política quienes se comprobaron  incapaces de consolidar democracia, justicia social y probidad, lo que se avecina es el derrumbe y quiebre, el escalamiento de la indignación y el conflicto social. Pero lo que se aprecia, desgraciadamente, es la decisión de la Presidenta de aferrarse a sus mismas prácticas, resistirse a desahuciar a sus ineptos operadores y prolongar sus devaneos con las entidades patronales. Creando más y más comisiones especiales que lo único que logran es postergar las soluciones y seguir colmando a la población.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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