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Recuerdos del Patio 29

Columna de opinión por Antonia García C.
Miércoles 31 de julio 2013 15:02 hrs.


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La investigación en ciencias sociales tiene sus normas. En las escuelas especializadas se dictan clases sobre distintos aspectos del trabajo de campo, según la expresión consagrada. Hay profesores que tienen un talento especial para hacer sentir a los estudiantes que el saber, la constitución de un saber, no es solamente aquello que se puede llegar a contar sobre las personas sino aquello que se logra aprender gracias a ellas. Esto quiere decir que no hay saber que no sea producto de un encuentro e incluso de muchos encuentros.

Esta parte de la investigación suele ser la menos difundida. Por lo general en las publicaciones no se la menciona o muy marginalmente. Existe sin embargo una nueva sensibilidad al tema y en los últimos tiempos se han publicado fragmentos de crónicas, diarios, comentarios sobre tal o cual trabajo de campo. Esos textos “impublicables” –pero en ocasiones publicados– pueden ser reveladores. Reveladores de las tensiones, de los roces, de las dificultades con las que se investiga. Pero también de las suertes con las que el investigador se puede encontrar.

Hace varios años realicé una tesis de doctorado sobre desaparición forzada de personas. El trabajo de campo se hizo en Chile. La tesis fue inscrita en Francia. Dentro de algunas semanas ese trabajo se presentará en Santiago. Reflexionando sobre esto, recordé algunas escenas que quedaron fuera del libro porque remiten a la “cocina”, a las bambalinas de la investigación. Voy a contar algunas de ellas porque quizás puedan decirle algo a los que hoy siguen investigando temas similares. Lo que viene es un testimonio. El primero de una corta serie de “impublicables” sobre aspectos precisos de un trabajo académico que no siempre se realizó entre cuatro paredes porque investigar también significa salir: de casa, de la biblioteca, de las costumbres que uno tiene, de la propia realidad para confrontarse a la de otros.

***

Ese día me encontraba en el Cementerio General. Había asistido a un acto frente al Memorial y me había quedado con la idea de corroborar una información respecto a una tumba del Patio 29. Uno de los ejes de esa investigación estaba dado por los procedimientos. Me parecía necesario documentar el hecho que hacer desaparecer personas implica una serie de gestos, algunos sumamente rutinarios, como puede ser llenar formularios, inscribir y/o pintar las letras N.N. El caso del Patio 29 ofrecía una ocasión de acercarse a ese aspecto administrativo sabiendo que no se podía generalizar. Ya en esos momentos se tenía conciencia de que ese caso correspondía a una situación que el informe Rettig consignaba como primer período, distinto a los siguientes tanto por el nivel de centralización de la toma de decisiones como por el carácter selectivo y sistemático de las detenciones. Todavía no se había producido el escándalo relativo a los errores de identificación pero hacía mucho que se habían exhumado los cuerpos. La escena que voy a narrar ocurrió en 1999.

Más generalmente este trabajo tenía como preocupación determinar el cómo y el porqué se hace desaparecer personas en un momento dado y cuáles son los efectos que esto produce en distintos sectores de nuestra sociedad a corto, mediano y largo plazo. No se trataba de un trabajo dedicado al Patio 29. Pero abordaba el caso. Hasta ese momento había realizado una entrevista con una abogada que estuvo a cargo de las primeras diligencias y un trabajo de documentación llevado a cabo gracias a la Fundación de Documentación y Archivo de la Vicaría de la Solidaridad. No se me había ocurrido volver al cementerio. No se me había ocurrido porque en múltiples ocasiones había ido y no me parecía que el Patio 29 pudiera decirme nada más. Sin embargo, ese día me quedé para verificar un dato. En eso estaba cuando escuché las voces. Era un grupo de trabajadores del cementerio.

Debe haber otra manera de decirlo pero no se me ocurre: se estaban haciendo los graciosos. Me imagino que se notaba a una legua que estaba buscando algo y que no lo encontraba. Y el chiste era de tipo “¿no la podemos ayudar señorita?”. Había uno que le ponía más empeño que los otros y como no tenía nada que perder le pregunté si además de hacerse el gracioso me podía ayudar en serio. Se le fue la sonrisa, el hombre dio unos pasos, se sacó la gorra y reiteró el ofrecimiento. Le expliqué que estaba buscando una tumba así, así y así, y en vez de decirme que buscar una tumba probablemente sin nombre en un patio con centenares de tumbas sin nombre era un despropósito, me ayudó a buscar.

Mientras caminábamos, el hombre me iba contando cosas. Que habían venido periodistas de muchos países al cementerio después de las exhumaciones del año 1991, que estaba prohibido dar entrevistas y que había que andarse con cuidado. Que él hacía más de treinta años que trabajaba en el cementerio y unos cuantos en el Patio 29. A medida que el hombre hablaba yo me iba olvidando de la tumba que había motivado el diálogo. Tenía mi grabador pero no podía usarlo sin su permiso. Llegaba la hora de despedirse y le pregunté si aceptaría darme una entrevista. (Me había comentado que tiempo atrás lo había entrevistado una periodista alemana). Le expliqué que no era periodista y que –a pesar de mi acento– era chilena y que si él estaba de acuerdo, yo también lo quería entrevistar. El hombre aceptó. Me dio una cita. Dijo así: “no este sábado, el otro, a tal hora, en ese banco que está ahí”.

El sábado en cuestión, llegué puntual y me senté en el banco. No había nadie. Me quedé pensando. Me quedé pensando en la suma de historias que hubiera podido contar no sólo ese hombre sino otros trabajadores del cementerio. Familias enteras trabajan ahí. A veces de generación en generación. Me quedé pensando también en lo que determina la toma de palabra. ¿Por qué una persona habla? ¿Por qué una persona, en ocasiones, se expone a hablar? No siempre se arriesga la vida. A veces simplemente el trabajo. Pasa que el trabajo puede ser la vida. Me acordé de un profesor que había quedado en París y que en una de las últimas clases había reflexionado sobre la situación de entrevista y la desventaja que tenía el ser famoso. Nos había citado el caso de uno de sus más próximos colegas –efectivamente muy famoso– y de la ironía que significaba para un sociólogo tan “reconocido” no poder realizar personalmente el trabajo de campo. En parte porque la fama inhibe o puede inhibir. En parte por otros motivos que tienen que ver, por ejemplo, con el lenguaje. ¿Qué es lo que hace que dos personas pueden hablarse? ¿Entenderse? ¿Buscar algo juntas? Porque de eso se trataba. De buscar algo juntos. (Meses después pude corroborar el dato que buscaba gracias a la intervención de una tercera persona que encontró la tumba que yo no encontré). A todo esto, el hombre no aparecía y ahí empecé a decirme que “yo no más” puedo creer que un tipo que dice “el otro sábado, a tal hora, en tal banco” va a cumplir.

Unos minutos después llegó. Saludó. Se sentó. Se sacó la gorra. Durante una hora tuvo la gorra en las manos. No nos mirábamos. Yo miraba la gorra y él algo que parecía la tierra, el camino lleno de tierra. La gente pasaba y nos miraba pensando quién sabe qué cosa. A lo mejor si les hubiese dicho la verdad no me hubieran creído. “Esto es una entrevista cualitativa”.

Así fue como escuché de boca de un testigo cómo habían sido los primeros días después del golpe de Estado en el cementerio. Algunas de las cosas que me contó ya estaban en los relatos que en su momento había difundido la prensa, especialmente con motivo de las exhumaciones de 1991. Otros datos, no los conocía, los consigné sabiendo que no tendría ocasión de contrastarlos con otros y que, por ende, no podría usarlos. No me podía quedar. Debía volver a Francia y lamenté esa situación porque sentí de pronto que ahí mismo, en pleno cementerio, había un archivo compuesto por personas más informadas que todos los libros de la mejor biblioteca. Pero esa investigación yo ya no estaba en condiciones de hacerla. En cambio lo que registré, junto con la voz de este hombre, fue su voluntad de ser parte. Su enorme deseo de estar presente, sus ganas de colaborar con una historia que estaba escribiéndose, sin importar quien era yo, quien era él ni quienes eran todos aquellos cuyas tumbas estaban abiertas. Y es que, en realidad, sabíamos: algo suficiente como para que ese encuentro en torno a tantos ausentes fuera posible. Hasta ese momento ninguno de los dos había dicho su nombre. Al despedirnos, el hombre me pidió que le mandara una postal: “muy bien –le dije– prometo hacerlo, pero… ¿a quién se la mando?”. Recién entonces me dijo cómo había que llamarlo.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.