Ya es historia añeja la forma en la que terminó el excelente ciclo de Marcelo Bielsa en la selección chilena de fútbol y toda la decepción que ese hecho produjo en los hinchas. La traición de los dueños de las sociedades anónimas que hoy manejan a los grandes clubes chilenos y otros no tan grandes pero ambiciosos dirigentes que quisieron entrarle a la repartija de dineros procedentes del canal del fútbol. Jorge Segovia, Sergio Jadue, el ciclo triste de Claudio Borghi, la vuelta a la indisciplina y otros vicios de antaño. Todo en medio de ese clima al cual estamos acostumbrados y que ordena despreciar al que es bueno y criticar y destruir con envidia las buenas experiencias. Lo que nos revela la mediocridad del montón.
Y cuando la desilusión se apoderaba de los fanáticos apareció Jorge Sampaoli y con él volvieron las esperanzas. Se terminó de buena forma la eliminatoria y, sin ser tan holgada como la anterior, conseguimos una clasificación para asistir al mundial del 2014. Cambiaron muchas cosas pero el fondo sigue podrido. Los empleadores de ahora son los mismos de antes. La pelota en nuestro país tiene dueño y está, como tantas otras cosas, privatizada.
Sampaoli se declara un imitador de Bielsa y por ello muchos lo han menospreciado y hasta le han buscados apodos insolentes como aquel del “Bielsa chino”. Pero acertadamente en nuestro campo, hay un dicho que manda imitar lo que está bien hecho y desechar las malas experiencias. Nada más sabio, pues, la imitación es la forma más fácil y rápida de aprender.
El grupo actual de jugadores pasó en su gran mayoría por los trabajos del proceso bielsista y podemos descubrir ahí la raíz del rendimiento actual y la facilidad para enmendar un camino torcido, corrigiendo a tiempo y volviendo a lo que ya nos había dado resultados. Los que no pasaron por el proceso a Sudáfrica, tenían la suerte de conocer a Sampaoli desde antes y haber trabajado con la misma metodología en los clubes chilenos que él dirigió. El trabajo profesional, la velocidad, intensidad y entrega es lo que los chilenos decidimos que nos representa y es lo que nos hace felices dentro de la cancha. Parece que no permitiremos otra forma y eso habla bien de nosotros como país. Digo esto, porque todo el método utilizado puede resumirse en que lo colectivo es mejor que lo individual y que la solidaridad puede ser más efectiva que el individualismo competitivo que nos venden en cada esquina y sala de clases de nuestro largo y estrecho país. Eso no es menor.
Hace algunas semanas se jugaron los dos primeros amistosos importantes para prepararnos para el mundial y los resultados fueron alentadores pero, bajo ninguna mirada, muy optimistas. Alentadores, porque nos permitieron ubicar donde estamos en comparación a las grandes potencias, pero sería engañarnos no ver también las diferencias fundamentales. Somos buenos y hemos mejorado mucho pero arrastramos deficiencias físicas, formativas y materiales innegables. ¿A qué se debe esto?
El fútbol en Chile sigue siendo un deporte marginal. El deporte en Chile sigue siendo marginal. Las instalaciones que tenemos son viejas, de mala calidad y los esfuerzos formativos son realmente pobres. Ahora que se acaba de establecer el ministerio del deporte, tal vez deberíamos preguntarnos qué queremos los chilenos de las políticas deportivas públicas y hacer exigencias. Queremos que se nos siga vendiendo la idea de que el deporte es solo un medio paliativo para disminuir la delincuencia y la drogadicción o queremos hacer de estas actividades una forma de expresión cotidiana. ¿Queremos que sea un coadyuvante o una constante del desarrollo de todos nuestros ciudadanos en todas las etapas de nuestra vida?
Necesitamos un deporte que eduque en la solidaridad, la disciplina y el trabajo en todos los colegios y rincones del país. Que nos enseñe a respetar a los rivales y a reconocer los esfuerzos y aptitudes de los demás. Que se transforme en el motor de la lucha contra la mala alimentación y la obesidad creciente. Que rompa con las interminables horas que pasan nuestros niños y jóvenes frente a las computadoras, celulares, consolas de juego y otros artefactos tecnológicos que deteriorar el intelecto y la convivencia. Tal vez entonces podamos realmente ganarle a Brasil (o España o Alemania) no producto de un “milagro” o de la fortuna de un episodio aislado, sino como parte de un trabajo que nos permita competir realmente de igual a igual con las grandes potencias. Mientras eso no suceda, seguiremos varios pasos atrás. Añorando los éxitos ajenos y sufriendo por lo que pudo ser.